De paso, visitamos el castillo de Meersburg, el más antiguo de Alemania, una fortaleza rodeada de callejuelas empinadas y retorcidas, así como la isla Mainau, “la isla de las flores”, en el lago Konstanza, que es una especie de jardín botánico, toda vegetación. En esa ocasión, alquilamos una lancha para remar en ese lago, el mayor de Alemania, y de pronto sentimos que una corriente nos arrastraba y tuvimos que esforzarnos para contrarrestarla. Así comprobamos que el Rhin nace en ese lago. Hace unos años me enteré de que el colombiano se casó con una de las chicas que fuimos a visitar y vive en Alemania, aunque también estuvo algunos años en su país. También fuimos a París, y esa vez nos acompañó otro estudiante mexicano al que le decían “el Niño”, porque era muy joven.
Esa fue la primera vez que estuve en la capital francesa.
Recuerdo las escalinatas de Montmartre y un bistrot cerca del Moulin rouge donde tomamos una cerveza que nos pareció muy cara.
--Ahora sí nos despelucaron, dijo el Niño, que conservaba expresiones de lenguaje infantil.
Sólo fue una excursión de fin de semana. Lo que más nos llamó la atención fue un inodoro que vimos en un bistrot porque en lugar de taza había una placa de porcelana pegada al suelo con un hoyo en medio y una huellas que indicaban donde poner los pies.
Rosario Ferré cuenta en su memoria que viajó a París con sus padres en los cincuenta y en el hotel vio un bidet por primera vez; a nosotros nos desconcertó el inodoro que los franceses llaman “turco” y que se encuentra en establecimientos públicos para evitar infecciones.
Más tarde volví a ver a Alfredo en Inglaterra, donde hizo un doctorado, y, ya en México, lo llamaba cuando iba yo al D.F. para conversar por lo menos unos minutos. El hecho de que se hubiera casado con una francesa y tuvieran una hija contribuyó indudablemente a que nos mantuviéramos en contacto. Trabajaba en el Poli como investigador y luego pidió un sabático para irse a la Universidad de las Américas en Cholula. --Ya no aguantaba tanta grilla, me dijo. También recordé que en el pueblo donde aprendimos alemán, le pedimos a un compañero, Di Matos, que nos prestara su vochito para ir a una discoteca en Rosenheim con Nathalie e Isolde, y al volver, el auto patinó sobre el hielo y se volteó, debido a que la carretera era más de medio metro más alta que el terreno adyacente. En fin, el coche terminó con las llantas hacia arriba. Salimos, riendo, y lo enderezamos. Hubo que pagar la reparación a Di Matos, que tomaba todo con mucha calma. Por cierto, Isolde era una chica muy bonita del pueblo, con la que Alfredo había hecho amistad, y Nathalie, una francesita que llegó al Instituto Goethe a bordo de un Mercedez con un chauffeur, que la fue a dejar y volvió a París.
Diario de Xalapa, 26 de mayo 2014.
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