lunes, 6 de septiembre de 2010

Con el mundo a tus pies (1968)


























Bajé las escaleras con la mochila y en la avenida Coyoacán tomé un taxi para reunirme con Galván y el Peligro. Unas horas después ya íbamos los tres a bordo de un viejo Volbo sobre la autopista de Puebla y a eso de las siete de la noche llegamos a un pueblo llamado Chalchicomula. Era sábado y queríamos subir al Pico de Orizaba.
Antes de eso, yo había hecho varias excursiones al Cofre que consistían en tomar un autobús a Perote y de ahí subir a la Peña, que se encuentra a unos veinte kilómetros y unos dos mil metros más de altitud, es decir unas diez horas de caminata de ida y vuelta.

Después, conocí a Tom Holladay, que estudiaba en Xalapa, y me invitó a subir al Pico con un amigo suyo que vino especialmente de Arizona, pero no los acompañé, y unos días más tarde Tom me mostró las fotos que habían tomado. Ambos estaban muy bronceados y tenían algo que contar. Me arrepentí de no haber ido. Entonces, decidí que tenía que subir al Pico de Orizaba y otro estudiante que me oyó hablar de ese proyecto me dijo que él ya había subido tres veces y le gustaría volver. Se apellidaba Ros y años después fue diputado federal. Durante su campaña, vi una foto suya en la prensa recorriendo su distrito a lomo de mula; lo menciono porque me parece algo significativo. Todos estos amigos tenían cierto espíritu de aventura y hablaban de Orellana y Alvar Núñez durante las excursiones. Tom Holladay, por ejemplo, me envió unos años después una carta desde las islas Marianas, donde estuvo con los cuerpos de paz. En fin, Ros y yo nos pusimos de acuerdo con otro montañista, Xavier Estrada, y esa vez los tres llegamos a la cueva del muerto, pero luego el mal tiempo nos obligó a volver desde un lugar llamado Torrecillas. Después, habíamos ido los tres con Carlos Lascuráin a Tlamacas y subimos al Popo, pero Ros se indispuso y regresamos cuando sólo faltaban unos metros para llegar al borde del cráter. Por cierto, Carlos era un excursionista de abolengo, pues su padre había acompañado a Archibald McLeish cuando el poeta visitó algunos sitios de la ruta de Cortés como parte de su preparación para el poema con que obtuvo el Premio Pulitzer.
Estrada y yo volvimos luego al Popo con otro amigo, Armando Carballar, y esta vez sí llegamos a la cima; entonces, acordamos volver a intentar el ascenso al Pico.
Todavía el viernes, Galván y yo fuimos a ver a Estrada, que se acaba de instalar en el edificio Condesa. Tratamos de animarlo a que nos acompañara, pero simplemente tenía algo mejor que hacer—nos habló de una chica que había conocido unos días antes. Casi dejamos la excursión para otro día, porque Armando tampoco nos podía acompañar, pero al final invitamos al Peligro – le decían así por peludo. No era excursionista y además nos dijo como excusa que el domingo era su cumpleaños, pero argumentamos que lo debería celebrar en el Pico. Eso era algo poco convencional, que iba a recordar siempre.
En el pueblo buscamos al nevero, del que primero me había hablado Tom y que yo había conocido cuando fui con Ros y Estrada. Se llamaba Modesto Jiménez, ya tenía más de setenta años, y todavía subía dos o tres veces por semana para bajar en unas mulas el hielo con que preparaba la nieve de limón que luego vendía en el parque del pueblo. Vivía en una casa con el piso de tierra y las paredes tapizadas con las fotos que le habían enviado por correo los alpinistas extranjeros, la mayoría suizos y alemanes, a los que les había servido de guía.
Nos dijo que le iba a pedir a su sobrino Daniel que nos acompañara, porque él acaba de regresar de la montaña. Le pagaríamos 300 pesos—era el verano del 68 -- para que nos sirviera de guía y llevara 2 mulas para cargar nuestras mochilas.
Dejamos el pueblo entre las ocho o nueve de la noche. Recuerdo el ruido de agua en la oscuridad –un arroyo que se perdía en el fondo de una barranca – y un olor a ocote. Acampamos en la cueva del muerto, donde Daniel hizo una fogata y preparó un café que bebimos en las tazas de lata. Después, dormimos unas horas.
Tan pronto amaneció nos pusimos en marcha y una o dos horas después llegamos a las crestas, que son como escalones de piedra, cada uno de varios metros de alto, desde los cuales sólo se ve el siguiente, por lo que se tiene la impresión de estar en el mismo sitio, a pesar del esfuerzo realizado. El día era espléndido, y varias veces nos detuvimos a mirar el paisaje, pero más seguido a descansar un minuto con las manos apoyadas arriba de la rodillas. Algo le había caído mal a Galván, porque vomitó, pero se repuso en seguida y continuó subiendo. Tenía fama de aguantador porque una vez subió al Cofre caminando desde Xalapa. Como a las dos, llegamos al borde del cráter, y pudimos ver el Popo y el Izta, pero no el mar por las nubes. El Peligro se esforzaba por alcanzarnos unos doscientos metros atrás. Al llegar a la nieve, nos habíamos puesto los crampones y le pedimos a Daniel que al Peligro con los suyos. Antes, Galván le pidió la botella y la enterró en el hielo. Después, sacó la cámara y se puso a tomar fotos. Yo vagamente me prometía grandes cosas. “Ya párale”—le dije—“te vas a acabar el rollo”. Y entonces le pedimos a Daniel que nos tomara una foto agarrados a una cruz hecha de tubos que se encuentra casi al borde del cráter. El Peligro llegó por fin y lo felicitamos por su cumpleaños. Abrimos la botella y bebimos el champagne en la misma taza. No mucho, porque no sabíamos qué efecto podría hacernos en un lugar tan elevado.
Después de un rato, emprendimos el descenso por una ladera cubierta de nieve, por la que no se podía subir debido a que la nieve estaba blanda y era difícil apoyar en ella los pies. Cada paso hubiera requerido un esfuerzo considerable. Para bajar, la cosa era distinta, aunque a veces nos hundíamos hasta las rodillas. El descenso resultó incluso divertido y lo hicimos muy pronto.
En la cueva del muerto recogimos todo lo que habíamos dejado y a las ocho o nueve de la noche ya estábamos de nuevo en Chalchicomula.
Toda la excursión desde ahí se había hecho en unas veinticuatro horas.
El Peligro y yo queríamos buscar alojamiento en el pueblo o quedarnos a dormir un rato en el Volbo, pero Galván dijo que el lunes tenía que empezar a trabajar a las 9 de la mañana y poco después ya íbamos de nuevo sobre la autopista; el Peligro dormía en el asiento trasero, y yo cabeceaba en el del copiloto.
En algún momento estuvimos a punto de salirnos del asfalto, porque Galván también estaba muy cansado. Nos detuvimos un rato, pero hacía frío y de nuevo nos pusimos en marcha.
Unos días después volví a ver a Galván, que me enseñó las fotos riéndose. Las del paisaje no estaban mal, pero en la que nos tomó Daniel, Galván y yo aparecíamos con los rostros maltratados agarrados de unos tubos; no se veía la nieve y parecía que estábamos en alguna azotea, junto a los tubos de algún tinaco.

Publicado en Diario de Xalapa, miércoles 5 de mayo de 2010.

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