viernes, 3 de septiembre de 2010

Aplausos (1977)

Ya tenía empleo en la universidad, pero tenía que encontrar un apartamento antes de que llegara Katia, lo que en esos días no era nada fácil. Tuve que rentar una casa en Xico, un pueblo situado a unos 20 km. de Xalapa. El propietario era un gringo, que se había retirado y compró unas tierras que habían estado dedicadas al cultivo del café y en las que había una casa que remodeló y amplió y donde se dedicó durante varios años a la pintura. Debido a un accidente, se fracturó una cadera, se le dificultó manejar y se construyó una nueva casa en Xalapa, por decidió rentar la que tenía en Xico mientras no lograra venderla. La casa se hallaba al fondo de una cañada en las afueras del pueblo y a varios cientos de metros del vecino más cercano, rodeada de cafetos y los liquidámbar que les dan sombra.


Tenía una cocina moderna y reluciente separada de la sala por una especie de barra; el baño con tina se encontraba entre esa parte del edificio y la recámara, que había sido su taller y que tenía tantas vidrieras que casi parecía un invernadero.
Acostado, bocarriba, en la cama podía ver por el tragaluz las ramas de un árbol que cobijaba la casa, como si estuviera al aire libre. De noche, podía ver a veces las estrellas. El comedor ocupaba otro anexo transparente junto a la cocina. La casa de cualquier modo se hallaba en un sitio apartado y sólo la renté provisionalmente, con la esperanza de encontrar pronto otra vivienda. Katia llegó unos días después y durante unos meses hicimos el amor con verdadero entusiasmo.
Una noche, me dijo que había oído un ruido atrás del baño y yo fui a ver con una lámpara y descubrí a unos tlacuaches que se trepaban al tejado por una enredadera. Después de eso, cada vez que oíamos algún ruido, lo atribuíamos a los tlacuaches. Sin embargo, una noche Katia me dijo que le había parecido escuchar voces y luego descubrí a unos policías que habían detenido a unos chicos. El comandante me explicó que el propietario le había pedido que vigilara la plantación y al hacer una ronda logró sorprender y atrapar a unos muchachos que acostumbraban trepar a la azotea donde se hallaba el tinaco del agua y desde donde podían ver nuestra recámara y nuestra cama. Al parecer, nos observaban desde hacía tiempo y habíamos llegado a ser parte de sus diversiones. Entonces comprendí por qué muchas veces cuando Katia y yo hacíamos el amor, me parecía oír aplausos. Después de eso me sentí como una estrella de películas porno. Sin quererlo, nos habíamos convertido en los preceptores de esos muchachos en materia de sexo y creo que el curso fue intensivo.
Lástima que esos pobres chicos anduvieran tecnológicamente muy atrasados y no tuvieran cámaras ni celulares que les hubieran permitido conservar algunas imágenes

Publicado en revista Lectorum n° 4 

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