lunes, 13 de septiembre de 2010

Houston (1991)


Me parece que fue en agosto de 1991 cuando fui a Houston con Catherine y nuestra hija, Flora, que entonces tenía diez años. Manejamos todo el día por la carretera costera, que entre Tuxpan y Tampico era un desastre, por lo que esa noche no llegamos a la frontera y decidimos quedarnos en Soto la marina. Llegamos a un hotel que nos pareció agradable y donde se alojó también otra pareja que iba en un Mustang con su hija, una niña enorme. En la recepción, nos enteramos de que cobraban por persona y no por habitación, pero los niños menores de 9 años no pagaban.

El señor que conducía un Mustang con placas de Monterrey le aseguró al incrédulo empleado que su hija tenía 8 años. Después de eso, ni siquiera nos preguntó por la edad de Flora, que ya tenía diez años, pero parecía mucho menor que la otra chica.
Ya en nuestra habitación le conté a Catherine algunos chistes que había escuchado de niño sobre la tacañería de los regiomontanos.
Y al día siguiente nos levantamos a las seis cuando todavía estaba oscuro y encontramos que nuestro vochito estaba cubierto por cientos de sapitos grises como de un centímetro de largo. No sé si eran ranitas o sapitos, pero Flora decidió que eran “sapitos”. Poco a poco se fueron bajando del vehículo a medida que avanzábamos hacia la carretera federal, pero hubo una ranita, perdón un sapito, que se quedó sobre el cofre, precisamente sobre el surtidor del limpiaparabrisas, hasta que llegamos al entronque. Antes de eso oímos un ruido extraño y luego nos dimos cuenta que habíamos masacrado a unos cangrejos que cruzaban la carretera. Era un verdadero río de crustáceos y años después vimos en la prensa que en Alemania habían hecho un túnel bajo la carretera para solucionar un problema parecido.

De la cola para cruzar la frontera y otros trámites mejor no digo nada. Pasamos a Corpus Christi y luego cruzamos por un bellísimo puente de hierro en Port Lavaca. Hicimos escala en algún motel de los que se encuentran a orillas de la carretera. Para almorzar nos detuvimos en un restaurante, donde Flora hizo un descubrimiento que la llevó a considerar a Texas como uno de los países más civilizados del planeta. Si en esos años se hubiera implementado un programa contra la obesidad, Flora hubiera dado el ejemplo, pues a la hora de comer aprovechaba la menor distracción de sus padres para sacarse la comida de la boca y arrojarla en algún rincón detrás de algún sofá, la tele o el piano. La muchacha era que luego encontraba sus famosas albóndigas. Cuando comíamos en algún restaurante y le servían su plato, preguntaba muy preocupada “¿Tengo que comerme todo eso?”.

En Texas descubrió que en los restaurantes había “porción infantil”; no era un menú especial, sino lo mismo que comían los adultos, pero menos, y eso le pareció muy tranquilizante. Además, el encuentro en Soto la Marina le dio argumentos. ¿Quieren que me ponga como la niña de Soto la Marina?, nos preguntaba cuando se le pedía que comiera bien. “Esa niña seguro se comía todo lo que le daban… y ya ven”.

En fin, llegamos a Houston y en la famosa Galería yo busqué un saco de lino azul marino y acabé comprándome uno de seda cruda, que usé un buen tiempo. A Flora le compramos primero una mochila verde y luego un sombrero rosado y unas bermudas color frambuesa con las que se veía muy linda, y Catherine también pudo renovar su vestuarios. Además, pudimos comprobar el efecto erótico del acento francés para los hombres de habla inglesa, pues los vendedores – la mayoría muy jóvenes – al oírla quedaban embelesados. Ella había aprendido inglés en Manchester, durante un año después del bachillerato, así que habla “inglés”, no americano, y eso con el acento francés resultaba muy especial.


El regreso lo hicimos rápidamente, pues no perdimos tiempo en la frontera. Tengo imágenes de los matorrales tamaulipecos y la carretera, donde los pájaros bebían el agua de los baches y alzaban el vuelo al acercarnos. Había llovido y no hacía calor.
Paramos un rato en Tecolutla, porque Catherine y Flora querían ir a la playa y nadar, y luego volvimos a Xalapa.



Publicado en Diario de Xalapa, 17 de agosto 2010.

domingo, 12 de septiembre de 2010

California 1992

En 1992 volé a Los Angeles para participar en un congreso en Irvine donde leí una ponencia sobre la película El Dorado de Carlos Saura (acerca de Lope de Aguirre) que luego se publicó en las actas y se encuentra en la red. Además co-presidí con Seymour Menton un encuentro de investigadores sobre la nueva novela histórica.

Por lo general, en los congresos de la Asociación Internacional de Hispanistas se leían más de cuatrocientas ponencias y actualmente ya son cerca de setecientas distribuidas en más de cien sesiones, pero sólo hay unos cinco encuentros de investigadores sobre temas de especial relevancia.
En ese caso, el principal organizador del congreso era Seymour Menton, y él me invitó a que co-presidiera el encuentro sobre la nueva novela histórica por los artículos que había yo publicado en 1983, 1985 y 1988.
Me fui una semana antes del congreso para echarle un ojo a Los Angeles y hacer algunas gestiones en la U.C.L.A., donde había tratado de conseguir empleo. Me alojé en la Guest House, donde pagaba unos cien dólares diarios por una habitación y el desayuno.
El campus me recordó a Toulouse por sus edificios de ladrillo de estilo neo-románico y para como colmo el carillón toca la melodía de Casablanca (As time goes by).
Aproveché la oportunidad para conocer el Museo del condado que está junto al parque La Brea, un yacimiento de chapopote donde se encontraron los restos de un mamut y otros fósiles de animales prehistóricos. También visité los estudios Universal y el Queen Mary, convertido en un museo.
Poco antes de mi viaje, me encontré a Rodríguez Revoredo, un jalapeño que estudió en Stanford y me recomendó que rentara un automóvil y recorriera la carretera National 1 que corre junto a la costa entre Los Angeles y San Francisco.
El viernes por la tarde me decidí finalmente a seguir su consejo y acudí a una agencia, donde no tenían ningún convertible y renté un Chevrolet cavalier. Me fui a Santa Bárbara, donde esa noche pernocté, después de cenar en un restaurant que parecía el escenario de una película de cowboys.
Al día siguiente seguí hacia San Luis Obispo, donde la carretera se separa de la autopista 101 y se vuelve a reunir luego como un freeway que atraviesa Morro Bay.
Me detuve ahí a comer en una especie de palafito, el embarcadero de los pescadores locales, transformado en un restaurante que conservaba el letrero de la American Fish Company.
Después de echarle un vistazo a la carta, me decidí por una especie de lenguado (halibut) y luego le pedí a la chica que me atendió que me tomara una foto, y yo mismo tomé otras del lugar. Después seguí ya por la carretera hacia Big Sur que es un sitio impresionante y en algún momento crucé el puente de concreto reforzado sobre el Bixby que tiene 98 m de largo y es uno de los hitos de ese tramo de la carretera que se construyó entre 1919 y 1937.

Después me detuve en algún lugar para llamar a Francia, pues Catherine y Flora se habían ido a pasar las vacaciones allá y ese día era el cumpleaños de mi hija.
Finalmente, llegué a Monterrey y empecé a buscar un hotel, pero todos los que veía ostentaban letreros de que no tenían sitio. Aunque ya estaba cansado, decidí seguir a Salinas, atravesando campos de espinacas. (Se trata de la capital de esos vegetales y hay una estatua de Popeye, que nunca vi). Pero ahí también los hoteles estaban ocupados.

Me detuve a tanquear en una gasolinera, donde me enteré de que al día siguiente había carreras de automóviles, por lo que había ido mucha gente de San Francisco. Tuve que estacionarme en la gasolinera para dormir un poco, aunque había demasiada luz, Al día siguiente me lavé en un restaurante adjunto donde también desayuné. Como no conocía Santa Cruz, aproveché la oportunidad para ver el campus y los sequoyas,de que me había hablado Marisa Moolick.
Después, manejé de regreso hacia Los Angeles y esta vez pude ver la costa de Malibú y seguí hasta el aeropuerto John Wayne, donde devolví el Chevrolet cavalier y tomé un taxi al campus de Irvine.

El congreso me permitió conocer al profesor Avalle Arce, que además de sus méritos académicos era muy simpático y tomaba garrafones de vino blanco, y a Paz Gago, el primer lector gallego, que enseñaba esta lengua y había estado algunos años en Africa. Hubo una excursión a Santa Bárbara y varios cocteles en los que hablé con varios colegas, pero de todo eso lo mejor fue el paseo a lo largo de la costa de California. Manejar un automóvil por esa carretera es toda una experiencia y uno tiene la impresión de ir inventando el mundo en cada momento.



Publicado en Diario de Xalapa, 11 de octubre 2010.

sábado, 11 de septiembre de 2010

Londres 1995


Al inscribirme al congreso de hispanistas,  que en 1995 se celebró en Birmingham, le pregunté a las chicas que colaboraban en la organización si no sabían de alguna residencia para estudiantes donde me pudiera alojar en Londres,  pues quería aprovechar mi viaje para investigar en la biblioteca del British Film Institute; ellas me dieron las coordenadas de una de las residencias de la London University College en Camden Road y,  de paso, me preguntaron si no me interesaría co-presidir una reunión de investigadores sobre cine que por primera vez se iba a celebrar  en estos congresos.

Acepté de inmediato  y me puse a preparar mi conferencia en la que resumía los estudios sobre cine y literatura e instaba a los colegas a ampliarlos y continuarlos.

En estos congresos se leen más de cuatrocientos ponencias en más de un centenar de sesiones, pero sólo se realizan unos cinco “encuentros de investigadores” sobre temas de especial interés, y como en el congreso anterior yo había co-presidido con Seymour Menton

el encuentro sobre novela histórica, algunos colegas se sorprendieron porque de nuevo yo presidiera una de esas reuniones.

“Se ve que tienes muy buenas relaciones con la Junta directiva”, me decían.

“Lo que pasa es que hago investigación de punta”, contestaba. 

Sin embargo, todo se debió a las chicas que colaboraban en la organización y sobre todo a una lectora catalana.
En fin, el 13 de agosto volé a Londres, donde me alojé en la residencia mencionada, que resultó bastante agradable, pues desde mi habitación podía ver un árbol y los edificios cercanos. Además, no estaba mal situada, pues enfrente tomaba un autobús que me dejaba cerca del British Museum.

Por cierto, frente al museo encontré, una tienda donde me compré unos suéteres shetland de cuello redondo – un verde botella y otro azul marino – que formaban parte de mi atuendo en esos años.

Aproveché para investigar en  el British Film Institute, cuya biblioteca es realmente extraordinaria, aunque no ocupa mucho espacio.

El instituto ha elaborado una base de datos – unos discompactos que luego logré que comprara la Universidad Veracruzana y que costaban unas mil libras– pues basta con teclear el título de alguna película para obtener una lista de artículos, entrevistas y reseñas

relacionados con ella.

De nada serviría esa lista, si la biblioteca no tuviera la hemeroteca sobre cine más completa del planeta.

Hay que pagar, por cierto, para poder utilizar la biblioteca y en esa ocasión adquirí un pase anual, que pude usar el año siguiente, pues aún no vencía.

Un pase diario me hubiera resultado más costoso.
Total,  me la pasé buscando y fotocopiando artículos sobre películas basadas en novelas y cuentos de autores latinoamericanos de paso leí otras obras, como una Historia de la televisión de la que obtuve datos para la ponencia sobre “Borges y la tele” que leí en Gotemburgo en el 2000.
Desde luego, también aproveché mi estancia para visitar el Southbank – la margen derecha del Támesis,  donde se encuentra el Museum of the Moving Image,  recorrer esa parte de la ciudad, donde se construyó luego la famosa rueda de la fortuna, ver desde ese lado del río la abadía de Westminster, ir a Soho para comer pato laqueado a la cantonesa, y visitar la National Art Gallery y el museo del transporte en Covent Garden.

Después, me fui a Birmingham, donde volví a ver a varios colegas que conocí en otros congresos, como José María Paz Gago, que había viajado en su auto a bordo de un ferry desde La Coruña y después del congreso tenía que volver a Southhampton, y el profesor Avalle Arce, con quien Alberto Rodríguez y yo rematamos una garrafa de Zinfandel que al parecer llevaba desde California. Durante el congreso hablé con Josefina Ludmer que había dado una plenaria y una colega francesa, Marie Miranda, que años después me invitó a enseñar en Nancy como “professeur asocié”. También recuerdo a una colega muy inteligente, Sol Miguel Prendes, pues me  llamó la atención que se llamara como una de las hijas del Cid.

--En realidad me llamo “Soledad”, me dijo, pero me quito la “edad”.

Después del congreso, volví a Londres, pero esta vez también se alojaron en la misma residencia varios colegas, entre ellos Margarita Peña, Paz Gago y Marina Fierro, que hizo la edición del Informe sobre ciegos, de Sábato, para Muchnick y a quien recuerdo que acompañamos a tomar el tren a París. 

Publicado en el Diario de Xalapa el 6 de agosto de 2012 




viernes, 10 de septiembre de 2010

Gotemburgo y Salamanca (2000)

En el 2000, organicé una sesión sobre las biografías de Borges para el XXXIII congreso del Instituto Internacional de Literatura Iberoamericana celebrado en la Universidad de Salamanca del 26 al 30 de junio, y además preparé una ponencia sobre “Borges: el Aleph y la televisión” para un congreso del CELCIRP (Centre de Recherches sur les Littératures et Civilisations du Rio de la Plata) que se realizó en la Universidad de Gotenburgo, Suecia, del 20 al 22 de junio. Debido a eso volé a París, donde me alojé una vez más en la Maison des étudiants suedois, en la Cité universitaire, y el 18 tomé un tren en la gare du Nord a Colonia, donde transbordé a otro hacia Kiel. Ahí alquilé un camarote para viajar en el ferry a Gotenburgo por unos cien dólares. Zarpamos a eso de las ocho de la noche y llegamos unas doce horas después. El ferry tenía un restaurante de autoservicio y aproveché para cenar bien, pues ese día no había comido gran cosa. Llegamos a Gotemburgo y después de registrarme en una especie de pensión, salí a dar una vuelta. Una chica sueca me había dicho que en esos días hacía calor y ahí me tienen tiritando en las calles con mi saco de lino. Me acerqué a varios restaurantes, pero sólo tenían smogasbrod (sandwiches con mayonesa y salmón ahumado, pepinillos curtidos, etc), nada caliente. Por suerte, luego vi un pizarrón en la puerta de un restaurante en el que aparecía escrita la palabra FISKSUPPE (sopa de pescado). La sopa tenía pescado, bacalao, diría yo, papas y un camarón de buen tamaño, todo condimentado con albahaca y otras especies, y además le habían puesto leche y unas gotas de aceite de oliva. Al día siguiente acudí a la universidad para inscribirme y luego hice una excursión a unas islas con otros congresistas, una chica y una señora de Salta, otra colega bonaerense que se alojaba en la misma pensión que yo y una pareja de españoles, que no iban al congreso. Las salteñas me dijeron, por cierto,  que eran fanáticas de “El chavo del ocho”, que les parecía un excelente programa, vaya.En cierto momento nos dimos cuenta que procedíamos de lugares tan alejados como Salta y Buenos Aires, Málaga y Xalapa, y todos hablábamos español.
Al día  siguiente leí mi ponencia y aproveché un rato libre para visitar un museo donde me encontré a Ilse Logie, una colega belga muy linda. El tercer día ya no me quedé a la recepción porque tuve que tomar un tren a Hamburgo, en el que recorrí la costa sueca hasta el estrecho que separa ese país de Zelandia, la isla donde se encuentra Copenhague.
Llegué a Hamburgo y ahí tuve que tomar el tren a París, adonde llegué muy temprano. Me quedé un día en París y luego tomé el tren a Salamanca. En Gotemburgo, había comprado unos tubos de caviar Kalles, parecidos a los que usan para el dentífrico y pomadas, pero que contiene una especie de caviar hecho a base de huevos de bacalao, en vez de esturión o salmón, y otros ingredientes como puré de papas, salsa de tomate, cebollas y frecuentemente anís y cebollinas. Se  basa en una receta muy antigua  y desde 1954 se vende en tubos, cuyo diseño no ha cambiado y que conservan la imagen de un chico rubio sonriente.
Como el viaje a Salamanca lo hice de día, me llevé un tubo en la mochila, una caja de las galletas de centeno en que por lo general lo ponen los suecos y desde luego una pequeña botella de vino blanco de las que tienen tapón de rosca, con lo cual pude disfrutar de esta sensacional comida de astronauta mientras el paisaje francés se deslizaba por las amplias ventanas del TGV.
En Salamanca, recuerdo que mi sesión se celebró el primer día del congreso y al llegar al edificio pasé por un café donde conversaba Verónica Cortínez con un grupo de chilenos y en otra mesa, Samperio con no sé quién, así que los recluté. Se hallaban muy tranquilos y yo creo que ni siquiera habían visto el programa, pero aceptaron mi invitación y me acompañaron. La sesión titulada “Reinventando a Borges” tuvo mucho éxito debido a la participación de Donald Yates, Linda Maier y Edna Aizenberg, todos borgistas consumados. Posteriormente, me volví a encontrar a Samperio y recuerdo que fuimos a una café de la plaza de Salamanca con Pedro Angel Palau y JorgeVolpi. También recuerdo una velada con el profesor Gutiérrez Girardot, que mencionó que el secretario de la Academia Sueca que le dio el Novel a Octavio Paz era también su traductor y le convenía por eso que se vendiera más en sueco, entre otros chismes por el estilo. Me dio mucho gusto volver a ver a Concha Reverte y a Carmen Ruiz Barrionuevo, que hizo un trabajo espléndido como organizadora. Finalmente regresé a París en un tren donde  también viajaba Fernando Moreno y otros colegas de Poitiers. Por cierto, mi participación en congresos me había permitido mantenerme en el Sistema Nacional de Investigadores desde 1985 y en el 2000 logré que me ascendieran al nivel II.

Publicado en Diario de Xalapa, 10 mayo 2011

Nueva York 2001


     Maria Kodama me dijo que ella le había hecho ver a Borges el “doble juego” de Bioy Casares que a él le decía que Cortázar era un idiota porque apoyaba a los cubanos y luego se encontraba con el cronopio y se ponía a tomarle fotos entusiasmado; yo pensé luego que tal vez no era hipocresía y que Bioy al encontrarse con su compatriota olvidó  simplemente sus diferencias políticas.

     El caso es que yo tenía que leer mi ponencia sobre las Cartas a Porrua, y ella decidió escucharla, y me pareció ligeramente sorprendida por la importancia que Cortázar le daba a todos los detalles relacionados con la publicación de sus obras, al grado que mandó una maqueta de Rayuela con instrucciones precisas sobre la portada y contraportada; además, leía con atención las reseñas… Y en fin no era un escritor despreocupado a quien no le interesara todo eso.

    Todo eso ocurrió durante un congreso de la Asociación Internacional de Hispanistas que se celebró cerca de Times Square en la City University of New York en julio 2001.
     También recuerdo una conversación con Alfonso González que enseñaba en la Cal State University en Los Ángeles y había sido presidente de una importante asociación que tiene miles de afiliados y publica la revista Hispania.

      Me contó que de joven trabajaba como botones en un hotel de Guadalajara cuando un huésped le pidió que lo llevara a ver a los artesanos que hacen mosaicos, pues se estaba construyendo una casa, y más tarde lo ayudó a emigrar a los Estados Unidos, donde estuvo en el ejército y consiguió después una beca.
        Después del congreso, tenía que ir a la boda de una de sus hijas,  y en fin lo recuerdo con afecto por esa conversación.
       Más tarde me enteré de que tradujo Noticias al imperio al inglés.
        De las ponencias que escuché, recuerdo sobre todo la de Lucia Melgar sobre Elena Garro, que me resulto deslumbrante y divertida. Yo no sabía nada de los enredos amorosos de Octavio Paz y lo veía como un personaje oficial, frio y distante.
         Más tarde me ocupé de las memorias de su hija y también del libro de Elena Garro sobre su viaje a España durante la Guerra civil, y en Guadalajara presenté el libro de Lafaye acerca del poeta.
         En algún momento, declaré que pensaba aprovechar la oportunidad para echarle un ojo al MOMA (Museum of Modern Art), y  una colega belga me dijo “Yo también quiero ir”, y nos fuimos juntos y después cenamos en el Village.

Publicado en el Diario de Xalapa, 9 de marzo 2020




    
     
    
     

jueves, 9 de septiembre de 2010

California 2003


                              
Por tren en California                                                                            
A principios del 2003 tuve que viajar a California para presentar mi libro Ficción- historia, publicado por la UNAM, en tres campi de la Universidad de California --Santa Cruz, Santa Bárbara y San Diego--, así como en Scripps College.

En San Francisco me quise alojar en el Holiday Inn del Barrio chino, como había hecho en diciembre del 91, pero me dijeron que el hotel estaba lleno ese día, lo que me sorprendió, y entonces opté por hacer una reservación en un bed and breakfast que me pareció agradable, pues las fotos me recordaron la casa de una amiga, Rosalba. 
Lo administraba una checoslovaca, que me comentó que tenía un novio mexicano. En fin, me instalé ahí y en seguida me lancé a Ghirardelly Square y de ahí en el tranvía bajé al arsenal para echarle un vistazo a esa parte de la ciudad.  Aproveché la oportunidad para comprar algunos regalos para mi mujer y mi hija.

De vuelta en Ghirardelly me encontré una multitud que se alineaba a ambos lados de las calles y les pregunté qué esperaban. 
Me dijeron que el tradicional desfile del Año nuevo chino, y entonces comprendí por qué no había sitio en el Holiday Inn.

El desfile es realmente sensacional, pero empezó a llover y hubo algunas rachas de viento; en la parada del tranvía vi algunos paraguas tirados que un vendaval había dejado inservibles.
De vuelta en la posada, me pareció que yo era el único huésped, por el silencio, pero a la mañana siguiente cuando subí al comedor a desayunar me fui dando cuenta de que en realidad había más de diez personas en la casa, pero nada estrepitosas.

Me acordé entonces de mi mujer que cada vez que de noche bajo las escaleras con pies de plomo, cree oír un regimiento. Problemas culturales, en fin.

Me fui a Santa Cruz en autobús y ahí me alojé en un hotel donde Norma Klahn me había reservado una habitación. Aproveché la tarde para ver el pueblo. Al día siguiente Norma vino a buscarme y me llevó a la universidad para que diera mi conferencia. Después, ella y su esposo me llevaron a pasear por Santa Cruz y desde el muelle pude ver una montaña rusa de madera que se conserva junto a la playa;  por la noche hubo una reunión en su casa, a la que asistió un colega, que luego me proporcionó su Informe sobre Sábato.
Según me dijo, él era estudiante en una universidad de los Estados Unidos, cuando Alicia Monguió organizó un coloquio sobre el escritor argentino. Donald Shaw que participó me escribió, por cierto, que había hecho algunas fotocopias de mi artículo sobre “Sábato y Lovecraf” y lo invitó.

 Por lo general, en esos casos se designa a un estudiante para que acompañe y atienda al invitado, y esa designación recayó en este colega, debido a que por alguna razón no se consideró conveniente mandar a una estudiante.

Mientras recorrían Manhattan,  Sábato recordaba los sitios donde habían vivido algunas mujeres que conoció, y le suministró al joven todo tipo de datos sobre sus peculiaridades anatómicas y sexuales. En fin, el viejo no paraba de hablar de sus proezas, y el pobre chico acabó mareado, por no decir más.

Al día siguiente tomé un autobús a otro sitio cuyo nombre he olvidado y desde donde me trasladé a Santa Bárbara en tren. 

En 1992 había recorrido California en un automóvil alquilado que me permitió apreciar el paisaje de la costa del Pacífico entre Santa Cruz y Los Angeles, y en esta ocasión opté por viajar en tren.

Hay, por cierto, algunos vagones con ventanales y los asientos orientados hacia los lados para ver el paisaje.

En Santa Bárbara, adonde llegué de noche, me encontré con que Sara Poot no me había ido a esperar a la estación, pues seguro tenía otras cosas que hacer. Llovía y hacía frío.


Después de esperar un buen rato, decidí llamar a Giorgio Perisinotto, a quien había conocido cuando estudiaba yo en el Colmex y que intervino para que me invitaran. Me contestó su esposa, Gloria, y me dijo que en seguida iría por mí.
Me llevó a su casa, me ofreció vino y una sopa ;  luego llamó a Sarita, que pasó por mí para llevarme a mi alojamiento. Me explicó que para pagarme un poco más y no gastar en hotel, le había pedido a una joven que me dejara su apartamento.

Al día siguiente di mi conferencia y esa noche cenamos en casa de Giorgio, que invitó a

Suzanne Jill Levine y desde luego a Sara. Al día siguiente me  fui en tren  a Los Angeles, donde me alojé en la Guest house de la UCLA y esa noche cené con una colega.

Desde ahí me trasladé  luego a Pomona para presentar mi libro en el Scripps College, invitado por Marina Pérez de Mendiola, una ex alumna de Jacques Lafaye, cuyo esposo laosiano enseña en la Universidad del Sur de California. Tiene una hija muy talentosa y debido a eso hablamos sobre todo de niños y educación, mientras almorzamos cerca del campus.

Regresé a dormir en la UCLA Guest House y al día siguiente tomé el tren a San Diego, donde presenté mi libro en el campus de La Jolla Después de la conferencia, recuerdo que tomé un café con Jaime Concha y Max Parra.

De vuelta en Los Angeles y antes de regresar a México, visité el Museo Getty, a donde fui caminando, aunque no está muy cerca del campus. Para regresar, le pedí aventón a unos chicos.

Publicado en Diario de Xalapa, 1° de marzo 2012




miércoles, 8 de septiembre de 2010

El Paso, Texas 1961


Cuando estaba en la Prepa, aproveché unas vacaciones para visitar a mi padre, que vivía entonces en Ciudad Juárez con su tercera esposa, unos diecisiete años menor que él, y sus tres hijas, Julia, Raquel y Margie. Inmediatamente me tramitó una tarjeta para que pudiera yo cruzar la frontera y visitar El Paso, pues desde Juárez se veían unas montañas y un funicular, y yo quería ir a verlas. Además, había un tranvía que cruzaba la frontera, y yo al principio me tenía que bajar antes de que pasara el puente. 

Cuando finalmente pude visitar el país vecino me di cuenta de que había una high school imponente. 
En algún lugar del edificio me detuve a ver un muro con los nombres de los alumnos o ex alumnos que habían caído en la primera y la segunda guerras mundiales. Me dirigí a la administración para preguntar si podía visitar la escuela y me asignaron como guía a un muchacho originario de Cuba, Sergio Einstein.

Einstein me contó que sus padres eran judíos y habían emigrado de Rusia hacia Polonia, huyendo del comunismo, pero luego tuvieron que refugiarse en Cuba, huyendo de los rusos, y finalmente se trasladaron a Tejas, cuando Castro tomó el poder en la isla. “Ahora falta que la revolución estalle en Gringolandia”, le escribí a Memo, uno de mis amigos. Einstein me mostró los laboratorios y todo el edificio. Nos asomamos a un salón donde un profesor impartía su clase y recuerdo que en el pizarrón había escrito tres nombres: Bakunin, Tchernichewsky, Tkashev. 
Me impresionó que en una high school de los Estados Unidos se hablara del anarquismo y que eso fuera parte del programa de un curso, pues en la secundaria donde yo había estudiado y en el Colegio Preparatorio nadie mencionó nunca ni a Karl Marx. 
El profesor de historia – Clark Kent -- una vez se entretuvo hablándome de un libro que había leído en esos días sobre Joel R. Poinsett, a quien su padre consideraba un bueno para nada, un verdadero haragán, y que luego se convirtió en una especie de agente de la C.I.A., que llegó a México con una misión muy clara – desmantelar el imperio de pacotilla de Agustín de Iturbide --, y la cumplió en seguida, pues se trasladó a Xalapa y “convenció” a D. Antonio López de Santa Anna de que era mejor una república y que él podría ser el presidente. 
“Qué buena idea”, me imagino que debe haber pensado Santa Anna.”Nunca se me hubiera ocurrido”. 
Del comunismo, en cambio, creo que nunca oí hablar en ningún curso y menos del anarquismo. 
La noticia de que un mexicano se hallaba de visita en la high school se difundió rápidamente y pronto me vi rodeado de muchachos que me querían saludar. 

-Tengo sangre azteca, me dijo amistosamente un chico que hubiera yo tomado por un gringo.
Todos fueron muy amables conmigo. 
También vivía en Juárez mi tío Paco Barrientos, que cuando era yo niño pasaba de vez en cuando a verme y a platicar con mi mamá.
Su esposa se llamaba Consuelo y varias veces la acompañé de compras a El Paso. 

“Estudia lo que quieras”, me dijo ella. “Incluso puedes estudiar Oceanografía, como mi sobrina, pero lo único que te pido es que no te vayas a meter a Filosofía y Letras”. 
“Esa gente no sirve para nada”, me aseguró. 

De mis hermanitas, Raquel y Julia (o Julie) viven en El Paso, y Margie, que es la que se parece más a mi padre, es fotógrafa, estudió e imparte algunos cursos en una universidad cerca de Toronto, pues se casó con un canadiense. Hace poco vi su página en la red, pero no la he podido encontrar de nuevo y no copié la foto. Por eso sólo tengo unas fotos de cuando era niña, que me regaló su mamá. 



Diario de Xalapa, domingo 2 de 2012












martes, 7 de septiembre de 2010

Vagabundo (1967)

Linda me había dicho que iba a regresar a México en su automóvil y que yo podría acompañarla, pero luego salió con que sus padres no aprobaban sus planes y que mejor iba volar; el problema es que yo sólo había comprado un boleto a Nueva York y no me quedaba suficiente dinero para el de regreso. Además, ese mismo año ya había recorrido los Estados Unidos viajando de aventones y decidí irme a Laredo en esa forma. El viernes me levanté muy temprano y me fui a la terminal de la calle 42 donde tomé un autobús a Trenton. Aproveché el trayecto para dormir un poco.
Después, caminé hasta una carretera donde comencé a pedir aventones hacia el Pennsylvania Turnpike. No recuerdo muy bien esa parte de mi viaje, pero en algún momento viajé con un hombre que me dijo que había vivido once años en Marruecos. El caso es que poco después ya estaba sobre el Pennsylvania Turnpike a bordo de un mustang con 2 muchachos de mi edad que volvían a Pittsburgh de sus vacaciones en Maryland. La carretera se mete en varios túneles y por lo general me parece que va entre bosques de pinos por un paisaje de montaña. Los chicos llevaban sándwitches y me pasaron uno, que creo es todo lo que comí ese día. Finalmente me dejaron cerca de Pittsburgh en la intersección de la autopista 44 que va hasta California y atraviesa todo el país.

Después de eso conseguí algún o algunos aventones, y al atardecer me encontré en una planicie y comenzó a llover a cántaros. Yo tenía un impermeable, pero aquello era demasiado y en eso se detuvo junto a mí un auto que no vi bien, pero era muy largo.
“Súbete”, me dijo un muchacho, y mencionó un pueblo cercano.
“Está fuera de la ruta” me dijo, “pero mañana seguro encontrarás alguien que te lleve”. Era muy joven y parecía muy alto y delgado. “Mi padre me ha prohibido dar aventones”, explicó, “pero no te puedo dejar en ese lugar”. “Te puede matar un rayo”, agregó. Me dejó en un pueblo cuyo nombre he olvidado.

Ya había cesado de llover y caminé por una calle muy larga hasta encontrar una especie de bar, donde había muchos jóvenes. Le pregunté a uno de ellos si había una gasolinera cerca, porque por lo general hay autos estacionados y quizás podría dormir en alguno. En fin, le conté que iba yo a México, que había salido de Nueva York. Me dijo que más adelante había una gasolinera. Ahí le pregunté al encargado si podía dormir en uno de los automóviles y me dijo que no había problema. Me aflojé los cordones de los zapatos y me acosté sobre el asiento trasero. Entonces alguien tocó en el vidrio de la ventana. Era el chico como el que había yo hablado. Me dijo que como era viernes sus amigos tenían el fin de semana por delante y que si quería yo me podían llevar a Indianápolis. Accedí, claro, y en Indianápolis me dejaron en otra gasolinera, donde de nuevo me acababa de recostar en el asiento trasero de un automóvil, cuando volvieron a tocar en el vidrio. Me dijeron que tenían amigos en St. Louis, Misouri, y que si quería yo me podían llevar hasta allá. Me pareció fantástico. No hablé mucho con ellos porque la verdad ya estaba cansado y creo que iba medio dormido.

Me dejaron en otra gasolinera al otro lado de St. Louis sobre la carretera 66 que va hasta Los Angeles. Ahí busqué un automóvil donde dormir, pero sólo encontré una pick up. Como ya estaba muy cansado no subí el vidrio de la ventana, y la lluvia me mojó un poco la parte inferior de mis blue jeans. Tal vez por eso me desperté muy temprano. ¡Qué buen tiempo para viajar de aventones!” (Nice day to hitchhike), me dijo el empleado como saludo. En eso llegó un sujeto más bien chaparro a bordo de un Chevrolet super Sports rojo. No tuvo reparo en informarme que iba a Austin, Texas. Yo voy a Laredo, le dije, ¿No me podría dar un aventón? “Me parece que puedo” (I guess I can), me contestó.

Y así recorrimos las 500 millas que separan St. Louis, Misouri, de Okla City y agarramos la carretera federal 35 (interstate 35) hacia el sur. En algún lugar nos detuvimos para almorzar y le pedí que me dejara pagar la cuenta del restaurant, pues realmente aquel era todo un aventón de más de mil doscientos o trecientos kilómetros. El problema es que luego no me dejó en una gasolinera, pues de repente se dio cuenta que tenía que tomar otra dirección y me dejó a la orilla de la autopista, donde nadie se iba a parar para llevarme. Tuve que esperarme hasta que amaneció y conseguí otro aventón, pero el domingo a mediodía ya estaba en Nuevo Laredo. Comí en un restaurante frente a la terminal de los Flecha roja y luego me metí en el autobús a la capital. Al día siguiente era lunes y empezaban los cursos de mi tercer semestre del doctorado en El Colegio de México.

Publicado en Diario de Xalapa 

lunes, 6 de septiembre de 2010

Con el mundo a tus pies (1968)


























Bajé las escaleras con la mochila y en la avenida Coyoacán tomé un taxi para reunirme con Galván y el Peligro. Unas horas después ya íbamos los tres a bordo de un viejo Volbo sobre la autopista de Puebla y a eso de las siete de la noche llegamos a un pueblo llamado Chalchicomula. Era sábado y queríamos subir al Pico de Orizaba.
Antes de eso, yo había hecho varias excursiones al Cofre que consistían en tomar un autobús a Perote y de ahí subir a la Peña, que se encuentra a unos veinte kilómetros y unos dos mil metros más de altitud, es decir unas diez horas de caminata de ida y vuelta.

Después, conocí a Tom Holladay, que estudiaba en Xalapa, y me invitó a subir al Pico con un amigo suyo que vino especialmente de Arizona, pero no los acompañé, y unos días más tarde Tom me mostró las fotos que habían tomado. Ambos estaban muy bronceados y tenían algo que contar. Me arrepentí de no haber ido. Entonces, decidí que tenía que subir al Pico de Orizaba y otro estudiante que me oyó hablar de ese proyecto me dijo que él ya había subido tres veces y le gustaría volver. Se apellidaba Ros y años después fue diputado federal. Durante su campaña, vi una foto suya en la prensa recorriendo su distrito a lomo de mula; lo menciono porque me parece algo significativo. Todos estos amigos tenían cierto espíritu de aventura y hablaban de Orellana y Alvar Núñez durante las excursiones. Tom Holladay, por ejemplo, me envió unos años después una carta desde las islas Marianas, donde estuvo con los cuerpos de paz. En fin, Ros y yo nos pusimos de acuerdo con otro montañista, Xavier Estrada, y esa vez los tres llegamos a la cueva del muerto, pero luego el mal tiempo nos obligó a volver desde un lugar llamado Torrecillas. Después, habíamos ido los tres con Carlos Lascuráin a Tlamacas y subimos al Popo, pero Ros se indispuso y regresamos cuando sólo faltaban unos metros para llegar al borde del cráter. Por cierto, Carlos era un excursionista de abolengo, pues su padre había acompañado a Archibald McLeish cuando el poeta visitó algunos sitios de la ruta de Cortés como parte de su preparación para el poema con que obtuvo el Premio Pulitzer.
Estrada y yo volvimos luego al Popo con otro amigo, Armando Carballar, y esta vez sí llegamos a la cima; entonces, acordamos volver a intentar el ascenso al Pico.
Todavía el viernes, Galván y yo fuimos a ver a Estrada, que se acaba de instalar en el edificio Condesa. Tratamos de animarlo a que nos acompañara, pero simplemente tenía algo mejor que hacer—nos habló de una chica que había conocido unos días antes. Casi dejamos la excursión para otro día, porque Armando tampoco nos podía acompañar, pero al final invitamos al Peligro – le decían así por peludo. No era excursionista y además nos dijo como excusa que el domingo era su cumpleaños, pero argumentamos que lo debería celebrar en el Pico. Eso era algo poco convencional, que iba a recordar siempre.
En el pueblo buscamos al nevero, del que primero me había hablado Tom y que yo había conocido cuando fui con Ros y Estrada. Se llamaba Modesto Jiménez, ya tenía más de setenta años, y todavía subía dos o tres veces por semana para bajar en unas mulas el hielo con que preparaba la nieve de limón que luego vendía en el parque del pueblo. Vivía en una casa con el piso de tierra y las paredes tapizadas con las fotos que le habían enviado por correo los alpinistas extranjeros, la mayoría suizos y alemanes, a los que les había servido de guía.
Nos dijo que le iba a pedir a su sobrino Daniel que nos acompañara, porque él acaba de regresar de la montaña. Le pagaríamos 300 pesos—era el verano del 68 -- para que nos sirviera de guía y llevara 2 mulas para cargar nuestras mochilas.
Dejamos el pueblo entre las ocho o nueve de la noche. Recuerdo el ruido de agua en la oscuridad –un arroyo que se perdía en el fondo de una barranca – y un olor a ocote. Acampamos en la cueva del muerto, donde Daniel hizo una fogata y preparó un café que bebimos en las tazas de lata. Después, dormimos unas horas.
Tan pronto amaneció nos pusimos en marcha y una o dos horas después llegamos a las crestas, que son como escalones de piedra, cada uno de varios metros de alto, desde los cuales sólo se ve el siguiente, por lo que se tiene la impresión de estar en el mismo sitio, a pesar del esfuerzo realizado. El día era espléndido, y varias veces nos detuvimos a mirar el paisaje, pero más seguido a descansar un minuto con las manos apoyadas arriba de la rodillas. Algo le había caído mal a Galván, porque vomitó, pero se repuso en seguida y continuó subiendo. Tenía fama de aguantador porque una vez subió al Cofre caminando desde Xalapa. Como a las dos, llegamos al borde del cráter, y pudimos ver el Popo y el Izta, pero no el mar por las nubes. El Peligro se esforzaba por alcanzarnos unos doscientos metros atrás. Al llegar a la nieve, nos habíamos puesto los crampones y le pedimos a Daniel que al Peligro con los suyos. Antes, Galván le pidió la botella y la enterró en el hielo. Después, sacó la cámara y se puso a tomar fotos. Yo vagamente me prometía grandes cosas. “Ya párale”—le dije—“te vas a acabar el rollo”. Y entonces le pedimos a Daniel que nos tomara una foto agarrados a una cruz hecha de tubos que se encuentra casi al borde del cráter. El Peligro llegó por fin y lo felicitamos por su cumpleaños. Abrimos la botella y bebimos el champagne en la misma taza. No mucho, porque no sabíamos qué efecto podría hacernos en un lugar tan elevado.
Después de un rato, emprendimos el descenso por una ladera cubierta de nieve, por la que no se podía subir debido a que la nieve estaba blanda y era difícil apoyar en ella los pies. Cada paso hubiera requerido un esfuerzo considerable. Para bajar, la cosa era distinta, aunque a veces nos hundíamos hasta las rodillas. El descenso resultó incluso divertido y lo hicimos muy pronto.
En la cueva del muerto recogimos todo lo que habíamos dejado y a las ocho o nueve de la noche ya estábamos de nuevo en Chalchicomula.
Toda la excursión desde ahí se había hecho en unas veinticuatro horas.
El Peligro y yo queríamos buscar alojamiento en el pueblo o quedarnos a dormir un rato en el Volbo, pero Galván dijo que el lunes tenía que empezar a trabajar a las 9 de la mañana y poco después ya íbamos de nuevo sobre la autopista; el Peligro dormía en el asiento trasero, y yo cabeceaba en el del copiloto.
En algún momento estuvimos a punto de salirnos del asfalto, porque Galván también estaba muy cansado. Nos detuvimos un rato, pero hacía frío y de nuevo nos pusimos en marcha.
Unos días después volví a ver a Galván, que me enseñó las fotos riéndose. Las del paisaje no estaban mal, pero en la que nos tomó Daniel, Galván y yo aparecíamos con los rostros maltratados agarrados de unos tubos; no se veía la nieve y parecía que estábamos en alguna azotea, junto a los tubos de algún tinaco.

Publicado en Diario de Xalapa, miércoles 5 de mayo de 2010.

domingo, 5 de septiembre de 2010

Berkeley (1969)

Al salir de la biblioteca, me encontré en Berkeley con una manifestación colorida en la que algunas chicas se quitaron la ropa, según leí luego en la prensa, pues la verdad yo no las vi.
En cambio, vi a Elaine una chica que vestía blue jeans y un suéter de “apache” parisino, es decir uno de esos suéteres blancos con rayas azules horizontales que tienen botones entre el cuello y el hombro del lado izquierdo.
Me llamó la atención en seguida y me las arreglé para hablar con ella; le expliqué que sólo estaba de visita por unos días y al final le pregunté si no quería acompañarme a San Francisco el domingo.
-“Espero que no te importe ir en autobús, pues no tengo auto”-, le dije con la mayor desfachatez ese día.
- “Podemos ir en el mío”- , me contestó.
Tenía un mini-cooper y me llevó a un lugar donde unos viejos jugaban a la petanca, como en los pueblos de Provenza y otras regiones del Mediterráneo.
Después, me enseñó el Arsenal, un edificio de ladrillo donde se habían instalado innumerables boutiques y entramos a una que le gustaba especialmente y donde tenían barricas con granos de café tostado de varios países.
Me contó que su abuelo era originario de Dubrovnik, en la costa dálmata, y me aseguró con cierto dejo de orgullo que entre sus otros antepasados había una india Cherokee.
Entramos a una bodega de vino.
- “St. Emilion, mi vino favorito”-, me dijo tomando una botella, que me apresuré a comprar.
Después, volvimos a su apartamento en Berkeley y ya se pueden imaginar.
Yo me alojaba en una casa de madera de dos pisos muy elegante y señorial que ocupaba Jesse Reichek, un pintor, como “artist in residence”, y que se encuentra en la esquina de Piedmont y Ashby, a unas cuadras de Telegraph, la calle principal.
Un amigo y yo le habíamos pedido a Bárbara Gómez que nos consiguiera alojamiento en esa región, y ella nos dijo que escribiéramos unas cartas de presentación en
inglés para que se las mandara a la oficina del Experimento en la Bay Area.
Y así fue como Joshua, un hijo de los Reichek, que ya no vivía con ellos, me vino a buscar al aeropuerto con la chica con que vivía y me llevó a la casa mencionada en un guayín algo destartalado.
En esos días, Berkeley estaba muy agitado por el conflicto del People’s park, que era un terreno de una manzana donde la universidad pretendía construir un estacionamiento,
pero los vecinos lo tomaron y convirtieron en un parque, plantando árboles y pasto en dos o tres días donde antes sólo había un lodazal.
Para el gobierno, aquello era el principio de la revolución, y mandaron a la policía para desalojar a los vecinos; los estudiantes los apoyaron y no recuerdo si Nixon o el gobernador llamó a la guardia nacional – mil quinientos reservistas – para imponer el toque de queda.
El ambiente me recordó “Yellow submarine” (1968) por los policías persiguiendo a los estudiantes y los gritos de “Pigs off campus” (Cerdos, fuera de la universidad).
Mis anfitriones conocían a todos los artistas de la región y un día recuerdo que los encontré conversando alrededor de la mesa de la cocina con Denise Levertov quien después que me presentaron, les dijo que había estado de Xalapa y mencionó con entusiasmo al Pico de Orizaba y la vegetación.
Por eso días me dijeron que iban a dar una fiesta y que estaba invitado; les pregunté si podía llevar a Elaine, que era alumna de Mitchell Goodman, un novelista, esposo de Denise, y asintieron.
Entre los invitados, recuerdo a Stan Rice, porque lo había oído leer unos días antes su poema “Airplane to Havana”, sobre el secuestro de un avión.
Elaine estaba encantada y le agradó mucho a Laure.
Cuando nos retirmamos me llevó en su mini-cooper a una playa donde había muchas
fogatas con gente alrededor y ahí nos quedamos toda la noche, la mayor parte del tiempo en el coche, pues hacía frío.
La víspera de mi regresó llegó el otro hijo de los Reichek, Jonathan, que estudiaba fotografía en otra universidad y era muy jovial.
Me dijo que sus padres iban a ir a cenar en San Francisco con unos amigos de la India, y que si quería yo podía invitar a cenar en casa a la muchacha que había llevado a la
fiesta.
Su mamá le había hablado de ella y le interesó.
Le dije que ya me había despedido de ella, pero acababa de conocer a otra chica y la
podía invitar.
“Invita la que quieras”, me dijo, “yo me encargo de la comida, pero cómprate un vino para no tomar el de mis papás”.
Y entonces llamé a Gerry, una rubia de origen sueco, con la que había yo hablado en un café de Telegraph.
Me contó que había ido a Mazatlán con sus padres y que había hecho amistad con unos niños de la playa.
-“Me encantan los niños mexicanos”-, me dijo.
Era bellísima, muy rubia y con grandes ojos azules.
Recuerdo que la fui a buscar y apareció con un una blusa azul claro y un traje y zapatos cafés que se le han de haber echado a perder por la caminata.
En el camino pasamos a un supermercado a comprar el vino.
-“St. Emilion, mi vino favorito”-, le dije tomando una botella.
En fin, pasamos un rato muy agradable conversando con Jonathan y luego la acompañé a su casa.
Como le había dicho que iba yo a Los Angeles, me habló de un restaurante al que
iba con sus padres, que vivían cerca.
Le recordé que no me había dado los datos y al llegar a su apartamento me hizo pasar para hacerme una lista de los lugares que debía visitar.
Recuerdo que la escribió en una mesita junto al sofá en que nos sentamos y
cuando me la dio la guardé en un bolsillo.
-“Gracias”-, le dije y la besé.
Se levantó y me condujo a su habitación.
Al día siguiente, volví apresuradamente a la casa de los Reichek, pues Jonathan me iba a llevar al aeropuerto.
Su madre había salido y sólo pude despedirme de Jesse.
Jonathan ya le había contado todo lo de la cena.
“Te vas”, me dijo, “y ya tienes dos mujeres en Berkeley”.
“Qué se le va a hacer”, creo que le contesté.

Publicado en el Diario de Xalapa el martes 7 de agosto 2010

París y otros viajecitos (1970)

Hace como cinco años se me ocurrió llamar a Alfredo,  y su esposa me dijo que un domingo había bajado a comprar el periódico en la esquina y, como tardaba en regresar, ella lo fue a buscar y alguien le dijo que se lo había llevado una ambulancia.        Había tenido un derrame cerebral.      Yo lo había conocido en un pueblo en los Alpes bávaros donde hay un Instituto Goethe y ambos tomábamos cursos de alemán para poder inscribirnos en una universidad – yo ya había estudiado esa lengua en El Colegio de México, donde era obligatorio para los estudiantes del doctorado.       De pronto recordé los viajes que hicimos en Europa, porque Alfredo y un colombiano, Guillermo,  compraron un vochito y, como estudiaban en Karslruhe, a unos diez kilómetros de Heidelberg, me invitaban a acompañarlos.       Yo vivía en una residencia para estudiantes y alguien me dijo una tarde que me hablaban por teléfono.              -- Hace unos días conocimos a unas chicas  vamos a ir a visitarlas en Fulda, me dijo Alfredo. Si quieres ir, ven mañana temprano.        Y así los acompañé a Fulda, pero el tiempo no nos permitió ver nada y sólo recuerdo las alambradas de la frontera con Alemania oriental y un local donde nos reunimos con sus amigas.         Después, conocieron a otras chicas que vivían en Donaueschingen y también los acompañé a visitarlas otro fin de semana.
         De paso, visitamos el castillo de Meersburg, el más antiguo de Alemania, una fortaleza rodeada de callejuelas empinadas y retorcidas, así como la isla Mainau, “la isla de las flores”, en el lago Konstanza, que es una especie de jardín botánico, toda vegetación.          En esa ocasión, alquilamos una lancha para remar en ese lago, el mayor de Alemania, y de pronto sentimos que una corriente nos arrastraba y tuvimos que esforzarnos para contrarrestarla.          Así comprobamos que el Rhin nace en ese lago.          Hace unos años me enteré de que el colombiano se casó con una de las chicas que fuimos a visitar y vive en Alemania, aunque también estuvo algunos años en su país.          También fuimos a París, y esa vez nos acompañó otro estudiante mexicano al que le decían “el Niño”, porque era muy joven.
  Esa fue la primera vez que estuve en la capital francesa.
          Recuerdo las escalinatas de Montmartre y un bistrot cerca del Moulin rouge donde tomamos una cerveza que nos pareció muy cara. 
           --Ahora sí nos despelucaron, dijo el Niño, que conservaba expresiones de lenguaje infantil.
            Sólo fue una excursión de fin de semana. Lo que más nos llamó la atención fue un inodoro que vimos en un bistrot porque en lugar de taza había una placa de porcelana pegada al suelo con un hoyo en medio y una huellas que indicaban donde poner los pies.


  Rosario Ferré cuenta en su memoria que viajó a París con sus padres en los cincuenta y en el hotel vio un bidet por primera vez; a nosotros nos desconcertó el inodoro que los franceses llaman “turco” y que se encuentra en establecimientos públicos para evitar infecciones.         
           Más tarde volví a ver a Alfredo en Inglaterra, donde hizo un doctorado, y, ya en México, lo llamaba cuando iba yo al D.F. para conversar por lo menos unos minutos.       El hecho de que se hubiera casado con una francesa y tuvieran una hija contribuyó indudablemente a que nos mantuviéramos en contacto.        Trabajaba en el Poli como investigador y luego pidió un sabático para irse a la Universidad de las Américas en Cholula.         --Ya no aguantaba tanta grilla, me dijo. También recordé que en el pueblo donde aprendimos alemán, le pedimos a un compañero, Di Matos, que nos prestara su vochito para ir a una discoteca en Rosenheim con Nathalie e Isolde, y al volver, el auto patinó sobre el hielo y se volteó, debido a que la carretera era más de medio metro más alta que el terreno adyacente. En fin, el coche terminó con las llantas hacia arriba.  Salimos, riendo, y lo enderezamos.            Hubo que pagar la reparación a Di Matos, que tomaba todo con mucha calma.            Por cierto, Isolde era una chica muy bonita del pueblo, con la que Alfredo había hecho amistad, y Nathalie, una francesita que llegó al Instituto Goethe a bordo de un Mercedez con un chauffeur, que la fue a dejar y volvió a París.

        Diario de Xalapa, 26 de mayo 2014.

sábado, 4 de septiembre de 2010

Copenhague (1974)

Las islas afortunadas
(Auf den glücklichen Inseln)


Durante el verano de 1974, estuve unos días en Heidelberg y ahí decidí ir a Flensburg, porque un amigo me había dicho que pensaba volver a Toulouse y si quería podía viajar con él y con su hermano. Sin embargo, cuando llegué me dijo que aún no terminaba de instalar la calefacción en su casa, por lo que tenía que posponer unos días el viaje. Eberhard era ingeniero y había estado becado en Toulouse, donde lo conocí por Karin Rosemeier que me había invitado a las reuniones semanales de los alemanes que estudiaban o por alguna otra razón vivían en Toulouse, las cuales se celebraban en el primer piso del Père Léon, que era un café o bar muy concurrido; luego yo le presenté a Geneviève, una estudiante de español, que fue su novia, y creo que por eso me apreciaba y todavía me escribe a fin de año y me manda fotos en que aparece con su esposa y sus tres hijos. Trabaja en la oficina de patentes en Munich, pero vive en otra ciudad y juega tenis para relajarse. Por lo general, pasa las vacaciones en Francia, donde se compró una casa. No se casó con Geneviève, que ahora vive en París y tiene cuatro hijos. El caso es que para hacer tiempo, decidí visitar al día siguiente la casa del pintor expresionista Emil Nolde (1867-1956), cuyos cuadros de creaturas con caras verdes y pelo rojo había visto en el Museo de Heidelberg. El museo se encuentra prácticamente al otro lado de la península, pero el tiempo era espléndido y me gustó mucho ese paseo.
De cualquier modo, lo de la calefacción iba a tomarle a Eberhard varios días y pensé que lo mejor era aprovechar la oportunidad para conocer Dinamarca, por lo que preparé una mochila y al día siguiente me fui a Kiel, de donde sale un ferry directo a la isla de Zelandia donde se encuentra Copenhague.
Quienes viajaban en su automóvil pagaban lo mismo si iban solos o llevaban 2 o 3 personas a bordo. Por eso le pregunté a una pareja que me pareció amable si me podían llevar, y accedieron.
Sólo se trataba de abordar el ferry con ellos para no tener que pagar, pero me dijeron que me podían llevar hasta Copenhague, que está del otro lado de la isla.
Ya en Copenhague oí a alguien hablando en español con otras personas y era un argentino que me explicó cómo llegar al albergue donde me alojé; lo curioso es que meses después me volví a encontrar a este argentino en París y años después en México a un costado del Palacio de Bellas Artes.
Yo iba esa vez con Patricia Rodríguez, que fue gerente de Vuelta, pero entonces tenía un puesto en la Ollín Yoliztli, gracias a Fernando Lozano, que había sido su maestro en el Conservatorio, y de repente lo vi ahí, y él también me reconoció y hablamos un poco. “Nos vemos en Singapur”, le dije al despedirme. Patricia comentó que a mí siempre me pasaban cosas así, y era cierto.

Volviendo a Dinamarca, esa noche creo que fui al Tívoli y al día siguiente pensé ir a ver la famosa sirenita. Recuerdo que iba hacia el mar por una especie de parque y que al borde había una muchedumbre muy animada. Me costó bastante trabajo abrirme paso, pero al fin llegué al sitio donde se encuentra la escultura y ahí vi una joven bellísima completamente desnuda, pues sólo se cubría con alguna espuma y por un momento nuestras miradas se encontraron y ella se sobresaltó un poco al ver mis ojos asombrados. La joven se encontraba sentada sobre las mismas rocas que rodean la escultura y a su alrededor se hallaba un señora que me imagino era su madre y varios individuos con una cámara, pues luego me di cuenta de que estaban filmando el anuncio de algún jabón. En comparación con la joven, la escultura me pareció carente de esplendor. Durante los días siguientes, recorrí Copenhague y otros lugares de la isla, porque en el albergue encontré a tres chicos españoles que tenía un “2CV” y pensaban ir a Heidelberg, por lo cual les di mucha información sobre las residencia para estudiantes,donde se podían alojar porque durante las vacaciones las habitaciones se rentan a otros jóvenes como ellos. Finalmente, tuve que volver al ferry y ellos me llevaron a la salida de Copenhague, donde conseguí un “aventón” con un hombre de pelo blanco y bigote oscuro, que vestía un blazer azul marino y me dijo que había sido capitán de un barco, pero ya se había jubilado.

Prefería hablar conmigo en inglés, que dominaba debido a que se encontraba en Londres cuando los alemanes invadieron Dinamarca y se quedó ahí hasta que terminó la guerra. Me habló de los problemas de su país y me mostró en el periódico la foto de una mujer con un montón de cartas. Unos días antes ella se había quejado de que no tenía amigos y se hallaba muy sola. Su historia conmovió a los lectores del periódico que le habían escrito para animarla. “La gente está muy sola”, me dijo. “No tienen problemas económicos, pero les falta afecto, amigos o parientes. Hay muchas ancianas que van al médico, no porque estén enfermas, sino para que alguien las escuche”. El problema era que eso tenía un costo social muy elevado. También mencionó a su hija, que desde hacía varios años trabajaba para pagarle los estudios a su novio, que ya había cambiado de carrera 2 veces. “Un sinvergüenza”, concluyó, agitando el puño cerrado. Me explicó que no iba a tomar el ferry a Kiel, sino a otro pueblo que se encuentra frente a Flensburg, al otro lado del fiordo y que ahí podía tomar un barco para cruzar.
Me despedí apresuradamente, pues ahí apenas tuve tiempo de abordar una embarcación, que no transportaba automóviles, y en cuyo interior había un restaurante, donde todas las mesas ya estaban reservadas. También había una tienda duty free donde se aglomeraban los pasajeros. Un tripulante me dijo que así era siempre a esa hora, pues la embarcación sólo hacía un viaje al atardecer. Me preguntó si iba yo a Flensburg y asentí. Luego subí a la cubierta para ver el paisaje, pero hacía frío y bajé hacia el restaurante y la tienda duty free, donde finalmente me pude comprar un paquete de Gauloises sin filtro. Más tarde me encontré de nuevo al hombre con quien había yo hablado.
-¿No ibas a Flensburg?-, me dijo sorprendido.
-Sí, le contesté.
“Pues ya vamos de regreso”, repuso, “debiste bajar hace unos minutos”. Me había distraído y no le presté atención a los anuncios en danés de los altavoces, pues yo me imaginaba que al llegar todo el mundo se bajaría, pero no fue así; yo era el único pasajero que realmente quería ir a Flensburg; los demás tenían boletos de ida y vuelta. Sólo se habían metido al barco para pasear, cenar en el restaurante y proveerse de bebidas libres de impuestos, pues en Dinamarca las bebidas alcohólicas resultan carísimas. No me quedó más remedio que volver a Dinamarca y ahí tomar un autobús que rodeaba el fiordo y, claro, tardaba horas en llegar.

Publicado en Diario de Xalapa, jueves 18 de marzo de 2010.

viernes, 3 de septiembre de 2010

París-Heidelberg (1975)

Antes de las vacaciones de verano me dijo Oppenheimer que había visto  en Jussieu el anuncio de un Volkswagen sedán convertible que alguien quería vender y me dio el teléfono.
      Alguna vez escribiré el elogio de ese tipo de automóviles, que los alemanes llaman “Käfer”, escarabajo, y que aquí conocemos como “vochitos”, aunque debería ser “bochitos” (de “boche” o alemán). 
      Llamé al propietario y trajo el escarabajo al Fleurus, un café frente a la Cité Universitaire, para que lo viera Reinhard, quien me iba a asesorar.
     Tenía un color azul plomo y el tablero parecía de caoba.     -¿Cuánto pide?, me preguntó, después de revisarlo.
    -Tres mil quinientos francos.
    - Cómpralo-, me dijo. Mañana lo podemos vender por cuatro mil quinientos o cinco mil.
     El seguro me costó unos mil quinientos francos, gracias a la mutual de los profesores.
     Y así decidí pasar las vacaciones en Heidelberg, donde otro amigo, Mowitz, me había prometido dejarme su apartamento mientras se iba de vacaciones.
     Mi experiencia al volante era limitada. Cuando tenía yo diecisiete o dieciocho años le  pedí a mi tío Paco que me enseñara a manejar, pero alegaba que le iba a estropear los engranes de un vochito y una “troca” que tenía. Mi padre nunca tenía tiempo y menos paciencia. Por eso, Raquel, su (tercera) esposa me enseñó a manejar y luego Galván me permitió practicar en la loma de rectoría y el área junto al Estadio, antes de vender su Volvo. 
      En Toulouse, tomé un curso, memoricé el código de la ruta  y pensaba presentar un examen, pero algunos amigos me dijeron que costaba una buena suma y “nadie lo pasa a la primera”; por lo general te reprueban y tienes que pagar otro curso y un nuevo examen. Con suerte, a la tercera te dan el permiso. Hay que gastar el equivalente a unos mil euros para obtenerlo y  ahora si uno acumula infracciones, se lo quitan.
     El problema enmi caso era que no había tramitado una licencia en México que pudiera canjear por el famoso permiso y tampoco iba a volver para conseguirla.
        Por suerte, un año antes me había encontrado en Madrid a un compañero de secundaria, Daniel, que se había casado con una española y trabajaba en un hospital como médico.       “Yo te consigo la licencia”, me dijo y me contó que había sido presidente municipal de una población cerca de Veracruz donde tuvo su consultorio.
      Cuando  recibí la licencia, acudí a la prefectura, pero se les hizo rara – era de cartón y las que ellos conocían eran de metal – y me exigieron una constancia del consulado.
       El cónsul que por cierto era un español me dio entonces un documento en el que aseguraba que
      “Le permis de conduire de M. Barrientos est en règle et valable”. 
       Y así obtuve una licencia francesa permanente que todavía conservo y me ha permitido circular por las carreteras de Europa desde París a Roma y desde Berlín a Barcelona.
       Ya tenía como un año que había tomado el curso mencionado y no había vuelto a manejar;  no quería volver a empezar en París, así que esa noche aparqué el vochito en el bulevar y me fui a dormir.
      Me desperté muy temprano y me duché.
Luego cerré mi habitación en la Maison de Norvège y bajé con mi veliz.
     Alguien había aparcado frente al auto y tuve que meter reversa y recorrer unos treinta metros entre dos filas de autos hasta llegar a la rampa que bajaba hacia el bulevar.
      Al entrar al periférico el motor se apagó, pero lo encendí y avancé antes de que pasara una furgoneta que me hubiera estropeado completamente.
       Ahora que veo los mapas no recuerdo la ruta que seguí pero tomé una carretera a Saarbrücken  y a unos cien kilómetros de París, en la región de Champagne, ya me sentía como Lindbergh cruzando el Atlántico.
       El día era espléndido y le había quitado la capota.
        Yo creo que no pasé por Reims, sino por Sézanne y Chalons.
        El caso es que debo haber llegado a Heidelberg a eso de las siete, pero parecía más temprano porque en verano anochece a eso de las diez.
        De pronto al cruzar el puente sobre el Neckar el auto se detuvo y los que iban atrás me rebasaron.
        Un auto se aparcó adelante del mío y un joven descendió y se acercó.
        - ¿Qué pasa?,  preguntó.
        -No sé-, le dije, -creo que se averió.
         Se asomó al tablero.
        -No tienes gasolina-, me dijo.
         Y se fue a su auto para sacar un depósito de plástico rojo con cinco litros que los alemanes acostumbran llevar para emergencias.
         Antes de que pudiera decir algo ya me había abastecido y no permitió que le pagara.
Arranqué y me fui a buscar una gasolinera para llenar el tanque.
         Entre Heidelberg y París hay unos quinientos kilómetros, me parece, y si me detuve a tanquear en algún lugar, no lo recuerdo.          
         Mowitz me dejó su apartamento y la pasé muy bien, aunque mis amigos se habían ido de vacaciones. 
         En el Kakao bunker me encontré a David Mefford y a otro americano que estudiaba filosofía.           Yo compraba el Monde, y ellos el Herald Tribune, así que intercambiábamos los periódicos.
          No sé cuántas veces tomé la carretera hacia Heilbron que va a orillas del Neckar.
Después, volví a París y recuerdo que muchas veces le quitaba la capota al vochito y me daba una vuelta por los Campos Elíseos y la Place de la Concorde.
          Ya me consideraba un experto, pero un día al dar la vuelta frente a las Galeries Lafayette me alcanzó el conductor de una furgoneta para decirme:
          “T’as trouvé ton permis de conduire dans une pochette surprise”
            (Tú te encontraste la licencia en un cucurucho de sorpresas).
           Eso, dicho sea de paso, es lo que dicen los franceses, cuando les parecen dudosas las credenciales de alguien.
            Los cucuruchos de sorpresas por cierto allá son mucho más grandes.


       Publicado en el Diario de Xalapa el domingo 7 de noviembre 2010.