Antes de las
vacaciones de verano me dijo Oppenheimer que había visto en Jussieu el anuncio de un Volkswagen sedán
convertible que alguien quería vender y me dio el teléfono.
Alguna vez escribiré el elogio de ese
tipo de automóviles, que los alemanes llaman “Käfer”, escarabajo, y que aquí
conocemos como “vochitos”, aunque debería ser “bochitos” (de “boche” o alemán).
Llamé al propietario y trajo el
escarabajo al Fleurus, un café frente a la Cité Universitaire, para que lo
viera Reinhard, quien me iba a asesorar.
Tenía un color azul plomo y el tablero
parecía de caoba. -¿Cuánto pide?, me
preguntó, después de revisarlo.
-Tres mil quinientos francos.
- Cómpralo-, me dijo. Mañana lo podemos
vender por cuatro mil quinientos o cinco mil.
El seguro me costó unos mil quinientos
francos, gracias a la mutual de los profesores.
Y así decidí pasar las vacaciones en
Heidelberg, donde otro amigo, Mowitz, me había prometido dejarme su apartamento
mientras se iba de vacaciones.
Mi experiencia al volante era limitada.
Cuando tenía yo diecisiete o dieciocho años le
pedí a mi tío Paco que me enseñara a manejar, pero alegaba que le iba a
estropear los engranes de un vochito y una “troca” que tenía. Mi padre nunca
tenía tiempo y menos paciencia. Por eso, Raquel, su (tercera) esposa me enseñó
a manejar y luego Galván me permitió practicar en la loma de rectoría y el área
junto al Estadio, antes de vender su Volvo.
En Toulouse, tomé un curso, memoricé el
código de la ruta y pensaba presentar un
examen, pero algunos amigos me dijeron que costaba una buena suma y “nadie lo
pasa a la primera”; por lo general te reprueban y tienes que pagar otro curso y
un nuevo examen. Con suerte, a la tercera te dan el permiso. Hay que gastar el
equivalente a unos mil euros para obtenerlo y
ahora si uno acumula infracciones, se lo quitan.
El problema enmi caso era que no había
tramitado una licencia en México que pudiera canjear por el famoso permiso y
tampoco iba a volver para conseguirla.
Por suerte, un año antes me había
encontrado en Madrid a un compañero de secundaria, Daniel, que se había casado
con una española y trabajaba en un hospital como médico. “Yo te consigo la licencia”, me dijo y
me contó que había sido presidente municipal de una población cerca de Veracruz
donde tuvo su consultorio.
Cuando
recibí la licencia, acudí a la prefectura, pero se les hizo rara – era
de cartón y las que ellos conocían eran de metal – y me exigieron una
constancia del consulado.
El
cónsul que por cierto era un español me dio entonces un documento en el que
aseguraba que
“Le permis de conduire de M. Barrientos
est en règle et valable”.
Y así obtuve una licencia francesa
permanente que todavía conservo y me ha permitido circular por las carreteras
de Europa desde París a Roma y desde Berlín a Barcelona.
Ya tenía como un año que había tomado el curso mencionado y no había
vuelto a manejar; no quería volver a
empezar en París, así que esa noche aparqué el vochito en el bulevar y me fui a
dormir.
Me desperté muy temprano y me duché.
Luego cerré mi
habitación en la Maison de Norvège y bajé con mi veliz.
Alguien había aparcado frente al auto y
tuve que meter reversa y recorrer unos treinta metros entre dos filas de autos
hasta llegar a la rampa que bajaba hacia el bulevar.
Al entrar al periférico el motor se
apagó, pero lo encendí y avancé antes de que pasara una furgoneta que me
hubiera estropeado completamente.
Ahora que veo los mapas no recuerdo la
ruta que seguí pero tomé una carretera a Saarbrücken y a unos cien kilómetros de París, en la
región de Champagne, ya me sentía como Lindbergh cruzando el Atlántico.
El día era espléndido y le había quitado
la capota.
Yo creo que no pasé por Reims, sino por
Sézanne y Chalons.
El caso es que debo haber llegado a
Heidelberg a eso de las siete, pero parecía más temprano porque en verano
anochece a eso de las diez.
De pronto al cruzar el puente sobre el
Neckar el auto se detuvo y los que iban atrás me rebasaron.
Un auto se aparcó adelante del mío y un joven descendió y se acercó.
- ¿Qué pasa?, preguntó.
-No sé-, le dije, -creo que se averió.
Se asomó al tablero.
-No tienes gasolina-, me dijo.
Y se fue a su auto para sacar un
depósito de plástico rojo con cinco litros que los alemanes acostumbran llevar
para emergencias.
Antes de que pudiera decir algo ya me
había abastecido y no permitió que le pagara.
Arranqué y me fui a
buscar una gasolinera para llenar el tanque.
Entre Heidelberg y París hay unos
quinientos kilómetros, me parece, y si me detuve a tanquear en algún lugar, no
lo recuerdo.
Mowitz me dejó su apartamento y la
pasé muy bien, aunque mis amigos se habían ido de vacaciones.
En el Kakao bunker me encontré a David
Mefford y a otro americano que estudiaba filosofía. Yo compraba el Monde, y ellos el Herald
Tribune, así que intercambiábamos los periódicos.
No sé cuántas veces tomé la carretera
hacia Heilbron que va a orillas del Neckar.
Después, volví a
París y recuerdo que muchas veces le quitaba la capota al vochito y me daba una
vuelta por los Campos Elíseos y la Place de la Concorde.
Ya me consideraba un experto, pero un
día al dar la vuelta frente a las Galeries Lafayette me alcanzó el conductor de
una furgoneta para decirme:
“T’as trouvé ton permis de conduire
dans une pochette surprise”
(Tú te encontraste la licencia en
un cucurucho de sorpresas).
Eso, dicho sea de paso, es lo que
dicen los franceses, cuando les parecen dudosas las credenciales de alguien.
Los cucuruchos de sorpresas por cierto allá son mucho más grandes.
Publicado en el Diario de Xalapa el domingo 7 de noviembre
2010.
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