domingo, 5 de septiembre de 2010

Berkeley (1969)

Al salir de la biblioteca, me encontré en Berkeley con una manifestación colorida en la que algunas chicas se quitaron la ropa, según leí luego en la prensa, pues la verdad yo no las vi.
En cambio, vi a Elaine una chica que vestía blue jeans y un suéter de “apache” parisino, es decir uno de esos suéteres blancos con rayas azules horizontales que tienen botones entre el cuello y el hombro del lado izquierdo.
Me llamó la atención en seguida y me las arreglé para hablar con ella; le expliqué que sólo estaba de visita por unos días y al final le pregunté si no quería acompañarme a San Francisco el domingo.
-“Espero que no te importe ir en autobús, pues no tengo auto”-, le dije con la mayor desfachatez ese día.
- “Podemos ir en el mío”- , me contestó.
Tenía un mini-cooper y me llevó a un lugar donde unos viejos jugaban a la petanca, como en los pueblos de Provenza y otras regiones del Mediterráneo.
Después, me enseñó el Arsenal, un edificio de ladrillo donde se habían instalado innumerables boutiques y entramos a una que le gustaba especialmente y donde tenían barricas con granos de café tostado de varios países.
Me contó que su abuelo era originario de Dubrovnik, en la costa dálmata, y me aseguró con cierto dejo de orgullo que entre sus otros antepasados había una india Cherokee.
Entramos a una bodega de vino.
- “St. Emilion, mi vino favorito”-, me dijo tomando una botella, que me apresuré a comprar.
Después, volvimos a su apartamento en Berkeley y ya se pueden imaginar.
Yo me alojaba en una casa de madera de dos pisos muy elegante y señorial que ocupaba Jesse Reichek, un pintor, como “artist in residence”, y que se encuentra en la esquina de Piedmont y Ashby, a unas cuadras de Telegraph, la calle principal.
Un amigo y yo le habíamos pedido a Bárbara Gómez que nos consiguiera alojamiento en esa región, y ella nos dijo que escribiéramos unas cartas de presentación en
inglés para que se las mandara a la oficina del Experimento en la Bay Area.
Y así fue como Joshua, un hijo de los Reichek, que ya no vivía con ellos, me vino a buscar al aeropuerto con la chica con que vivía y me llevó a la casa mencionada en un guayín algo destartalado.
En esos días, Berkeley estaba muy agitado por el conflicto del People’s park, que era un terreno de una manzana donde la universidad pretendía construir un estacionamiento,
pero los vecinos lo tomaron y convirtieron en un parque, plantando árboles y pasto en dos o tres días donde antes sólo había un lodazal.
Para el gobierno, aquello era el principio de la revolución, y mandaron a la policía para desalojar a los vecinos; los estudiantes los apoyaron y no recuerdo si Nixon o el gobernador llamó a la guardia nacional – mil quinientos reservistas – para imponer el toque de queda.
El ambiente me recordó “Yellow submarine” (1968) por los policías persiguiendo a los estudiantes y los gritos de “Pigs off campus” (Cerdos, fuera de la universidad).
Mis anfitriones conocían a todos los artistas de la región y un día recuerdo que los encontré conversando alrededor de la mesa de la cocina con Denise Levertov quien después que me presentaron, les dijo que había estado de Xalapa y mencionó con entusiasmo al Pico de Orizaba y la vegetación.
Por eso días me dijeron que iban a dar una fiesta y que estaba invitado; les pregunté si podía llevar a Elaine, que era alumna de Mitchell Goodman, un novelista, esposo de Denise, y asintieron.
Entre los invitados, recuerdo a Stan Rice, porque lo había oído leer unos días antes su poema “Airplane to Havana”, sobre el secuestro de un avión.
Elaine estaba encantada y le agradó mucho a Laure.
Cuando nos retirmamos me llevó en su mini-cooper a una playa donde había muchas
fogatas con gente alrededor y ahí nos quedamos toda la noche, la mayor parte del tiempo en el coche, pues hacía frío.
La víspera de mi regresó llegó el otro hijo de los Reichek, Jonathan, que estudiaba fotografía en otra universidad y era muy jovial.
Me dijo que sus padres iban a ir a cenar en San Francisco con unos amigos de la India, y que si quería yo podía invitar a cenar en casa a la muchacha que había llevado a la
fiesta.
Su mamá le había hablado de ella y le interesó.
Le dije que ya me había despedido de ella, pero acababa de conocer a otra chica y la
podía invitar.
“Invita la que quieras”, me dijo, “yo me encargo de la comida, pero cómprate un vino para no tomar el de mis papás”.
Y entonces llamé a Gerry, una rubia de origen sueco, con la que había yo hablado en un café de Telegraph.
Me contó que había ido a Mazatlán con sus padres y que había hecho amistad con unos niños de la playa.
-“Me encantan los niños mexicanos”-, me dijo.
Era bellísima, muy rubia y con grandes ojos azules.
Recuerdo que la fui a buscar y apareció con un una blusa azul claro y un traje y zapatos cafés que se le han de haber echado a perder por la caminata.
En el camino pasamos a un supermercado a comprar el vino.
-“St. Emilion, mi vino favorito”-, le dije tomando una botella.
En fin, pasamos un rato muy agradable conversando con Jonathan y luego la acompañé a su casa.
Como le había dicho que iba yo a Los Angeles, me habló de un restaurante al que
iba con sus padres, que vivían cerca.
Le recordé que no me había dado los datos y al llegar a su apartamento me hizo pasar para hacerme una lista de los lugares que debía visitar.
Recuerdo que la escribió en una mesita junto al sofá en que nos sentamos y
cuando me la dio la guardé en un bolsillo.
-“Gracias”-, le dije y la besé.
Se levantó y me condujo a su habitación.
Al día siguiente, volví apresuradamente a la casa de los Reichek, pues Jonathan me iba a llevar al aeropuerto.
Su madre había salido y sólo pude despedirme de Jesse.
Jonathan ya le había contado todo lo de la cena.
“Te vas”, me dijo, “y ya tienes dos mujeres en Berkeley”.
“Qué se le va a hacer”, creo que le contesté.

Publicado en el Diario de Xalapa el martes 7 de agosto 2010

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