martes, 5 de octubre de 2010

Un coctel parisino (2007)


Me encontraba en un coctel en medio de un congreso sobre literatura en París cuando un colega alto y desgarbado observó el gafete que tenía yo sobre mi saco de lino. ¿Xalapa?-dijo-. Yo estuve ahí dos veces con Tim Richards. -Sigue hecho un vegetal- agregó luego de una pausa. Nunca se recuperó.

¿Qué le pasó?, acerté a preguntar. ¿No lo sabías?, repuso. Tuvo un accidente y estuvo en coma dos años. Mencionó luego que su hija se había casado y el chico estudia no sé qué. De pronto, la imagen de Tim Richard emergió en mi memoria. Era un inglés que parecía una especie de chico inflado, con una mirada chispeante de satisfacción, como si alguien lo estuviera elogiando o acabara de realizar alguna proeza intelectual o deportiva.

 En cierta ocasión, yo me encontraba con Edna, una amiga que también lo conocía y él se detuvo a ver mi corbata. Esa era la corbata de mi escuela, nos dijo. No agregó ningún otro comentario, pero todos sentimos como si de repente lo hubiera alcanzado un torbellino de recuerdos y por un momento se hubiera convertido en un chico inglés con su blazer azul marino y la corbata. Se trataba de una corbata con rayas diagonales negras, blancas y azules, que me compré en Londres hace años.

Timothy, por lo demás, no era un amigo mío; yo apenas lo traté, pero lo recordaba porque visitaba Xalapa durante los veranos con un grupo de estudiantes de una universidad del Medio Oeste—Kansas, me parece. Alguna vez me comentó que el clima en Kansas era espantoso, pues en invierno hacía mucho frío y en verano la temperatura rebasaba los 35 °C. ¿De qué sirve un buen sueldo, si te gastas una buena parte en calefacción y aire acondicionado? Como buen inglés, Timothy ansiaba el mar, tanto más que vivía a unos mil kilómetros de la costa, en las planicies americanas, pero se las había arreglado para que le encargaran el Programa de verano y así cada año pasaba dos meses en Xalapa; incluso se las arregló para pasar ahí todo un sabático. Alquiló una casa bastante amplia y aprovechaba los fines de semana para bajar a la playa con su mujer y niños en una camioneta de doble tracción.

Alguna vez yo los vi empacando con toda la excitación de un fin de semana por delante. Las playas del Golfo no son las más espectaculares del planeta, pero precisamente a unos 90 km de Xalapa se encuentra la barra de Chachalacas, cuyas imponentes dunas, asentadas a unos 50 kilómetros al norte del puerto de Veracruz, se levantan por arriba de los 80 metros. Y ahí precisamente se encuentra el hotel del Instituto de Pensiones, con albercas, chapoteaderos, un tobogán y búngalos.

Cada vez que me sentía perdido en Xalapa, lejos del mundanal ruido, me reconfortaba pensando que había un inglés para el que Xalapa era el paraíso. Y ahora me enteraba de que ese inglés había tenido un accidente y no había podido ver crecer a sus hijos ni acompañar a su hija el día de su boda…
-Llévenlo a la playa, pensaba en el metro.¿Por qué no lo llevan a la playa? No se va a recuperar en un hospital, pero si lo ponen en la playa en una tumbona debajo de un quitasol, seguro revive. Y el vagón en que viajaba se adentraba en un túnel oscuro que parecía ir a desembocar en una comarca desolada, por un paisaje de escombros donde se hubieran librado intensos combates y sólo quedaran edificios devastados por la artillería y las bombas; sin embargo, me encontraba en París.




Había llegado unas semanas antes, a tiempo para ayudar a mi hija a pegar carteles anunciando su recital de piano en la Maison du Mexique, que cuenta con un Steinway de concierto. Flora había tomado un curso anual de perfeccionamiento con Erik Berchot, un discípulo de Germaine Mounier, que cuando tenía veinte años ganó todos los concursos importantes del planeta -- el Marguerite Long (Francia), Viotti (Italie), Maria canals (Espagne), Young Concert Artist (U.S.A. à New york) y el Frédéric Chopin (Polonia), pero no resultó tan buen docente como intérprete. El grupo estaba integrado sobre todo por estudiantes japoneses y coreanos, entre los que destacaba Makiko, una chica muy delgada que sin embargo tocaba con mucha energía. Flora observó que llevaba unas bolsitas de tela llenas de yerbas que apretaba antes de tocar para energizarse y además se ponía unos zapatos que llevaba en su bolsa. En cierta ocasión, le regaló a Flora una bolsita, y ella sintió que el zumo de las yerbas estimulaba la circulación y le calentaba las manos, como si ya hubiera estado tocando un rato. El caso es que Berchot se concentró en Makiko y no atendió mucho que digamos al resto del grupo; incurrió incluso en comentarios sarcásticos con algunos estudiantes, que es lo peor que puede hacer un profesor de piano. Aunque con Flora se portó bien, al final de curso ella todavía tenía algunos problemas con la sonata n° 3 opus2 de Beethoven.

Ella había escogido esa obra porque se la escuchó a Eliane Reyes, una pianista tres años mayor, y yo le sugerí por eso que la llamara y le preguntara si no le podría escuchar y aconsejar. Eliane accedió y en un dos por tres le resolvió todos los problemas. Así pudo dar su recital el 17 de junio en la Maison du Mexique y prepararse para la gira que tenía agendada para las vacaciones y durante la cual volvió a interpretar ese recital en el auditorio del Instituto Superior de Música, en Xalapa el miércoles 25 de julio a las 18:00 horas, y en el Teatro Clavijero en el puerto de Veracruz el siguiente viernes; el viernes 3 de agosto a las 20:00 horas se presentó en el Aula Magna del Centro Nacional de las artes en el Distrito Federal, iniciando el ciclo de solistas que anualmente celebra ese organismo y posteriormente, lo volvió a tocar en la Sala Chica del Teatro del Estado el jueves 9 de agosto a las 19:00 horas, donde aprovechamos la oportunidad para grabarlo. Me alegraba estar de nuevo en la capital francesa, pero al mismo tiempo experimentaba una sensación de fracaso, pues a estas alturas de la vida estaba lejos de contar con los recursos de otros hombres de mi edad. No me alojaba en un hotel de cinco estrellas, sino en la Fondation argentine, una residencia para estudiantes, donde además había aprovechado la tarifa para reservar una habitación primero por quince días y luego por otros quince días, dejando entre ambos periodos unos días para un breve viaje a Londres, donde cada vez que voy a Europa aprovecho para investigar en la biblioteca del British Film Institute. Flora habitaba entonces en la Residence Concordia en el Barrio Latino, un edificio agradable con árboles y un jardín interior. No había sido fácil conseguir ahí una habitación, pues Catherine le tuvo que escribir a una senadora que representa a los franceses del extranjero, y ella intervino para que le dieran alojamiento a partir del 1° de febrero 2007, pero antes tuvo que vivir a salto de mata, pues primero se alojó en la Fondation argentine durante mes y medio y luego en la Maison Henrich Heine, donde una amiga le dejó su habitación durante seis semanas en que viajó a México para tocar allá como solista.

El año anterior yo me había podido alojar en la Maison des étudians suedois, que es muy agradable, pero esta vez no tenían sitio y me tuve que quedar en la Fondation argentine, donde Flora ya era conocida. Por las noches, cenábamos juntos una ensalada griega de tomates con aceitunas negras y queso feta rociada con vinagre balsámico y aceite de oliva mientras Flora me hablaba de sus amigos y experiencias en París. Flora ya había estado en Londres, pero quería volver a Inglaterra y se me pegó. El viaje se complicó porque ella no se quería perder la última clase del año con Berchot y debido a eso tuvimos que partir después de mediodía. Primero viajamos a Lille, luego a Calais, y de ahí en autobús al muelle, donde abordamos el ferry. Comimos fish and chips y pronto avistamos los blancos acantilados—the white cliffs. Por la noche llegamos al Astor College, donde nos alojamos. Se trata de una residencia para estudiantes de la London University College muy cerca de Tottenham Court Road. Un edificio de siete pisos en cuyo patio hay por lo menos un árbol y un estanque con unos peces rojos bastante grandes – como de tres, cuatro o cinco kilos. Flora era la segunda vez que se alojaba en el edificio, pues ya había estado antes con Catherine, y en esa ocasión hicieron excursiones a Oxford y Cambridge. También yo me había alojado ahí antes, y el año anterior estuve ahí unos días. Entonces había hecho el viaje en el Eurostar por el túnel bajo el canal de La Mancha, pero ahora no pudimos conseguir boletos a tiempo.

El piso estaba ocupado por unas jóvenes americanas procedentes de Georgia y unos mochileros de Italia que se la pasaban amasando sus pizzas en la mesa del comedor. En el supermercado cercano, compramos spaghetti y alguna salsa para cenar; cereales para el desayuno y leche de cabra que le encantó a Flora y en Francia no se consigue. Durante los siguientes días Flora recorrió las tiendas de Oxford Street mientras yo investigaba en la biblioteca del Bristih Film Institute,; por supuesto, fuimos a la National Gallery y a la National Portrait Gallery y caminamos a orillas del Támesisen el, South Bank. A mediodía comimos el famoso pato laqueado a la cantonesa con arroz y té de jazmín en un restaurant chino de Soho. Por las tardes descansábamos en una librería Borders, en cuyo segundo piso hay un café donde nos instalábamos junto a las ventanas, frente a Fowles. Se pueden leer todos los periódicos y revistas que uno pueda sin pagar un centavo. Los periódicos abundaban en noticias de crímenes perpetrados por jóvenes pandilleros que apuñalaban a otros muchachos --- uno asesinó a una enfermera que salió a fumar un cigarrillo. Los ingleses necesitan al parecer este tipo de noticias para sentirse vivos.

De vuelta tomamos de nuevo el ferry. Flora voló a México después, y yo me quedé unos días más para leer en un congreso mi ponencia sobre Ribeyro. El incidente del coctel no me dejaba. Yo he viajado sobre todo por Europa y los Estados Unidos, pero cuando pienso en todos mis viajes tengo que reconocer que siempre he ido a buscar algo, no sé qué. Tal vez una revelación. ..y aquello me parecía una revelación. Después de todo, a mí no me había ido tan mal.

El tiempo pasa. Yo iba en el metro saliendo de aquel coctel y luego de repente ya estaba en el aeropuerto y volaba de vuelta. Tomaba el vuelo a Veracruz y en el puerto el minibús a Xalapa. Y mientras iba en el metro y el metro se convertía en un avión y luego en otro y luego en el minibús que remontaba las montañas rumbo a Xalapa, recordaba otros viajes y repasaba mi vida.

Publicado en El jardín secreto (Suplemento de la Escuela de escritores Sergio Galindo, reconocida por la SOGEM).







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lunes, 4 de octubre de 2010

París-Londres (1985)


























En mayo de 1985, volé a París para participar en un coloquio sobre “Lo fantástico y lo lúdico en la obra de Cortázar”, que se realizó en Poitiers a fin de mes.
Antes, pasé unos días en Londres para entrevistar a Del Paso sobre Noticias del imperio, que aún no se publicaba, pero de la que ya habían aparecido algunos avances prometedores – “El corrido del tiro de gracia”, entre ellos. Tuve que irme a Lille en tren y transbordar a Calais, donde tomé el ferry de la P&O para cruzar el canal, y en Dover abordé un tren a Londres. Volvería yo a hacer este viaje en 1996 y 1997 para investigar durante unos días en la biblioteca del British Film

Institute que es la más completa sobre cine, así como en el 2006 con mi hija Flora, que estudiaba en París; lo mejor del trayecto es la vista de los blancos acantilados, the white cliffs, y el tramo en ferry, que aproveché para comer fish and chips con un poco de vino blanco. También volví en el 2005, pero esa vez este viaje lo hice a bordo del Eurostar.

Me alojé entonces en un hotel muy agradable llamado Swiss cottage, que se encuentra muy cerca de la estación del metro del mismo nombre y parece una Gasthaus. Del Paso, muy amable me invitó a cenar en su casa con su esposa y la mayor de sus hijas,y al día siguiente lo entrevisté en la BBC, donde trabajaba. Hablamos en una cabina y él mismo se ocupó de la grabación. La entrevista se publicó luego en Vuelta y se puede ver en la red. En París, llamé a Ribeyro, que me invitó a almorzar. Yo lo había conocido unos diez años antes durante un coloquio sobre la difusión de la literatura latinoamericana que se celebró en Sprendlingen, no lejos de Francfurt, unos días antes de la Feria del Libro que en 1976 se dedicó a la América Latina, y después de eso conversamos en París varias veces.
Cuando volví a México, intercambiamos algunas cartas y en un congreso que se celebró en la Brown University (Providence, Rhode Island), en 1983, leí una ponencia sobre uno de sus cuentos que relacioné con la vieja historia de la viuda de Efeso, narrada por Petronio en el Satiricón.

El agregado cultural en la Embajada peruana en México, Edgar Montiel, que había hecho gestiones para que la revista poblana Infame turba le dedicara un número a Ribeyro, me comentó que Julio estaba muy complacido por mi texto, que no sólo se publicó en las actas del congreso, sino también en La Jornada semanal. Pasé a buscarlo, en fin, a la Delegación peruana en la UNESCO pensando que iríamos a un restaurante cercano, pero él detuvo un taxi y le pidió al conductor que nos llevara a la Gare de Lyon, donde comimos en Le train bleu, que es un restaurante de película muy famoso desde el que se ven los andenes y los trenes.
Cuando voy a Francia, aprovecho la oportunidad para comer todo el confit d’oie que puedo -- el ganso es uno de los platillos tradicionales de Toulouse --y eso pedí; él optó por unos espárragos, que era uno de sus platillos favoritos. No recuerdo el vino, pero guardo un excelente recuerdo de ese almuerzo.
(Mi texto, por cierto, se encuentra en la red y se puede localizar por el título “Ribeyro y Petronio”, lo mismo que el leí en otro congreso sobre”Ribeyro y el mito de Sísifo”, que se publicó en la revista Casa del tiempo).
Yo le había enviado antes un ejemplar de Entre tus dedos helados, una antología de cuentos de Tario que publicó Espinasa en la UAM, y me comentó que sobre todo le había gustado “Yo de amores qué sabía”, que es realmente un joya.

En otra ocasión, fuimos al departamento que Alfredo Bryce ocupaba en la rue d’Amyot, no lejos de la Place de la Contrescarpe. Desde la ventana, se podía ver la fachada interior de una residencia para jeunes filles, que si no mal recuerdo era de vidrio. Los estrechos dormitorios parecían vitrinas. Las chicas eran exhibicionistas, y Alfredo podía disfrutar de un verdadero pornorama. Esta información la tomé, desde luego, con escepticismo, pues realmente Bryce no me pareció muy entusiasmado. Le pregunté qué le había parecido Sastrerías de Samuel Medina, pues Ribeyro le había hecho llegar uno de los ejemplares que le había enviado, y me contestó que su manera de escribir le parecía “peligrosa”.
-¿Peligrosa?-, le pregunté, ¿por qué?
-“No se puede ser genial todo el tiempo”, me contestó.
Después yo mencioné que Sammy no había no había vuelto a publicar nada.
“A eso me refiero”, explicó. Entonces llegó Silvie que realmente era muy bella, y Ribeyro y yo nos fuimos a tomar un café.


En Poitiers leí mi ponencia sobre “Las palabras mágicas” de Cortázar”, que luego se publicó en las actas y recogí en Versiones. Aurora Bernárdez vino a escucharla y también Jonathan Tittler y Jean Andreu, entre otros colegas, como Serge Zaitzeff, a quien había conocido en otro congreso en Venecia cinco años antes y que luego estuvo en Xalapa con su esposa. Además, conocí a un grupo de colegas españolas -- Carmen de Mora y Trinidad Barrera--, que luego me encontraría en otros congresos.
De vuelta en París volví a ver a Ribeyro, esta vez en el parque de Luxembourg, y me regaló un ejemplar de sus Dichos de Luder . Aproveché este viaje para comprar un montón de libros sobre Flora Tristán, la legendaria abuela de Gauguin, pues Vargas Llosa había anunciado una novela sobre esta mujer extraordinaria. Años antes leí el relato de su viaje al Perú por el cabo de Hornos para reclamar la herencia de su padre y cuando Catherine y yo buscamos un nombre para nuestra hija – un nombre que no cambiara mucho del francés al español --, nos decidimos por el de esta francesa que era hija de un peruano. Ribeyro, por cierto, me comentó como quien revela un secreto que Bryce también iba a escribir sobre ella. Yo había publicado una serie de artículos sobre las novelas históricas acerca del cura Hidalgo, Colón y el padre Mier, y estaba trabajando en otro sobre Lope de Aguirre, que apareció en Cuadernos americanos, tres años después.
A principios de los noventa, me escribió Seymour Menton que iba a Guadalajara como jurado del Premio Rulfo, y le contesté que en mi opinión había que dárselo a Ribeyro.
No volvimos a tratar el asunto, pero el galardón se le concedió a Julio, que desafortunadamente no pudo ir a recibirlo -- su esposa lo hizo en su lugar -- pues estaba en el hospital donde falleció.


Publicado en Diario de Xalapa, 4 de octubre 2010.

Viajes 1986


 De Berlín a Barcelona
                    
                                                    


En 1986 leí mi ponencia sobre “Axolotl” de Cortázar en un coloquio sobre su obra que se celebró en Stillwater, Oklahoma, del 10 al 12 de abril, y en el congreso de hispanistas, que se realizó en Berlín del 18 al 23 de agosto, presenté una ponencia sobre algunos relatos de Mauricio Magdaleno y Roa Bastos. De paso asistí  al congreso del Instituto internacional de literatura iberoamericana que se celebró en Bonn unos días antes, del 11 al 16 de agosto. El año anterior había obtenido el Premio de Ensayo literario “José Revueltas”, lo que me permitió ingresar al Sistema Nacional de Investigadores y obtener recursos para viajar, por lo que estaba decidido a “hacer curriculum”, participando en los principales congresos. 
En Stillwater conocí primero a un colega chileno, Santiago Daydi-Tolson, y luego al profesor  Donald Shaw y al poeta  Carlos Cortínez. También conocí ahí a Lauro Zavala, con quien mantengo correspondencia. En cuanto al congreso en Alemania, decidí aprovechar la oportunidad para viajar a Francia con Catherine y nuestra hija, Flora. Volamos a París y de ahí viajamos en tren a Argeles Gazost, un pueblo cerca de Lourdes, donde los padres de Catherine tenían una casa de campo rodeada por un amplio jardín, donde pasaban el verano, pues en invierno se recluían en un apartamento en Le Puy, donde tuvieron un despacho como abogados. La calefacción cuesta una fortuna y el invierno lo mejor es pasarlo en un espacio reducido para ahorrar gastos. Como me prestaron un DAF, manejé a Alemania pasando una vez más por las famosas gorges du Tarn, donde la carretera ocupa una estrecha cornisa junto a un desfiladero y atraviesa varios túneles, la mayoría muy cortos. Ya había hecho este recorrido cuando vivía con Uli en Toulouse y viajamos a Alemania. Se trata de un lugar impresionante y ahí estaba yo manejando de nuevo  por ese impresionante paisaje. Imposible no recordar a la joven alemana con que vivía unos doce años antes.
Durante el congreso en Bonn le di un ejemplar de mi libro sobre Borges al profesor Roggiano,  que le pidió a Malva Filer una reseña para la Revista Iberoamericana. Ahí conocí a Carmen Ruiz Barrionuevo y otras colegas españolas, que volví a ver en el congreso en Nueva York que se celebró un año después. En el 2000, Carmen organizó el congreso que se realizó en Salamanca y luego llegó a ser presidenta del instituto. También conocí José Miguel Oviedo, quien ya había escrito la Breve historia del ensayo hispanoamericano, y en el 2000 presentó mi libro Versiones en la Feria Internacional del Libro que se celebra en Guadalajara. Después atravesé Alemania oriental y en Berlín leí la ponencia mencionada. Volví a Argèles por Catherine y Flora y nos fuimos a la Costa Brava o más precisamente a Calella de Palafrugel, donde los padres de Catherine tenían un apartamento que habían adquirido mucho antes de la casa en Argèles. Dominique, la hermana de Catherine, se había casado unos quince años antes con un catalán, y tenía también un apartamento en ese balneario, que ya entonces abundaba en modernos edificios con sus terrazas. Enrique, el esposo de Dominique, es hijo de un industrial, en realidad un inventor que había patentado un pegamento y lo fabricaba. Los viernes por la tarde, al cerrar la fábrica en que tenía un puesto administrativo, Enrique salía disparado hacia Calella para pasar el fin de semana en el balneario y no volvía a Barcelona sino el lunes por la mañana. Sólo tenía una hija con Dominique, Samantha, que no sé cómo se las arregló para estudiar derecho, pasar varios exámenes para ejercer como abogada en Francia y hacer un master en relaciones internacionales, pues el ambiente familiar no era muy propicio para leer y concentrarse. Sus padres se pasaban el día en su bote o en la playa y el apartamento lo usaban para prepararse una ensalada y dormir. Así que mientras Flora nadaba con su prima y amigos, y Catherine retomaba la comunicación con su hermana mayor, yo aproveché para echarle un vistazo a Cadaqués, donde vivíó Dalí.

Manejé por la montaña pelada y renegrida por los incendios para echarle un vistazo a ese lugar mítico, donde veraneaban Marcel Duchamp y Joan Miró. Después, fui a Figueras para visitar el Museo Dalí que realmente vale la pena, por lo cual volví a verlo con Catherine y Flora. Sobre todo recuerdo un automóvil antiguo con una pareja de maniquíes vestidos de novios en el asiento trasero; al oprimir un botón se abrían surtidores que mojaban a la pareja. Y desde luego había un montón de obras del pintor con Gala como Leda y los famosos relojes derretidos, el besofá y una vidriera donde se exhibía una mujer desnuda hecha de celuloide o algo parecido, que los niños contemplaban absortos. Para regresar a Argèles, tomamos la carretera hacia Andorra, donde nos detuvimos para hacer algunas compras, ya que ahí todo es más barato, púes no hay que pagar impuestos.
                           





Publicado en Diario de Xalapa, 12 de abril 2011.

domingo, 3 de octubre de 2010

Alemania (1987)

En 1987 estuve unos tres meses en Berlín, gracias a una beca alemana, y luego de instalarme decidí asistir a la Feria del Libro en Francfurt, así que un día me levanté temprano y me dispuse a atravesar de nuevo la Alemania Oriental a bordo de un viejo DAF que me prestaron los padres de Catherine.

En mi viaje a Berlín, recuerdo que los guardias me preguntaron, escandalizados, si viajaba yo solo, pues para ellos eso era algo inusitado. Todo un automóvil para una sola persona era un despilfarro debido al precio de la gasolina. Además, yo había viajado mucho de aventones unos años antes.
Por todo eso al acercarme a la frontera y ver a los jóvenes que mostraban letreros con los nombres de los lugares adonde querían llegar, me detuve para levantar a una chica cuyo anuncio decía “Basel”. “Te puedo dejar en Francfurt”, le dije, “voy a la Feria”. La chica se instaló a mi lado y un joven se me acercó entonces. “Voy a Francfurt”, le dije, pues él tenía un letrero que decía “Nuremberg”, pero alegó que desde Francfurt era más fácil llegar a Nuremberg. “De acuerdo”, le dije, y se acomodó en el asiento trasero con sus mochilas, que eran bastante grandes.

Poco después íbamos sobre el Autobahn y veíamos a los lados unos extensos campos sobre los que había montones de trigo segado con un fondo de cielo gris plateado que anunciaba lluvias. No tardamos en encontrarlas. Tengo recuerdos oníricos de ese viaje porque varias veces atravesamos zonas de lluvia y oscuridad y luego emergimos a otras más claras, donde una luz plateada iluminaba el
horizonte. También recuerdo un árbol que se acercaba en medio de la autopista y era muchos árboles
que corrían a nuestro encuentro. En algún momento el chico sacó una cámara y se puso a tomar fotos del paisaje. Era realmente de película. Yo ya había estado a punto de meterme en líos la primera vez que manejé a Berlín un año antes. Los automovilistas que atravesaban el país para ir a Berlín no debían salir de la autopista, pero me habían dicho que la gasolina era más barata en Alemania oriental y pensaba llenar el tanque a la primera oportunidad. Crucé la frontera y media hora después vi el anuncio de una gasolinera, pero estaba a una distancia inalcanzable. No me quedaba otra que salir de la autopista en el próximo pueblo. Así lo hice y aquello era como el fondo de las tiras cómicas de Walt Disney cuando el Pato Donald o Mickey se aventuran en zonas deprimidas, pues las casas eran parecidas a las de Alemania occidental, pero requerían reparaciones de todo tipo. La calzada, por lo demás, tenía baches y se veía muy sucia y descuidada.

Finalmente, logré llegar a un gasolinera, le metí unos litros al tanque, pagué… y me regresé a la autopista enseguida. El permiso para atravesar el país sólo me autorizaba a surtirme en las gasolineras de la autopista. Temía que me alcanzara una patrulla, pues me habían asegurado que “todo lo controlan por radar”. Por suerte, no tuve problemas. Tampoco en este viaje a Francfurt, pero al acercarme a la frontera miré el permiso que me había dado y vi que había yo cruzado la frontera a las 11:00 a.m. y eran las 14:00 p.m., es decir que había cruzado el país en tres horas.

El problema era que la máxima velocidad permitida era 100 km/por hora y como la distancia entre los puestos de control era oficialmente de 360 km, resulta que yo había hecho el recorrido a un promedio de 120km por hora. En otras palabras, me esperaba una multa o algo peor. A lo lejos se divisaban las torres del puesto de control con sus ametralladoras. Por suerte, los carriles de la autopista están separados por una verdadera “cuneta” una zona hundida cubierta de verde pasto. Sin pensarlo, me lancé a la cuneta y tomé la dirección a Berlín hasta una Gasthaus, que había visto anunciada unos quince kilómetros antes. “Vamos a comer algo”, le dije a los muchachos, “yo invito”. Les expliqué lo que pasaba, pues se hallaban bastante sorprendidos, sino asustados. En la Gasthaus no había sino una especie de cocido con mucha col, papas y zanahoria, además de carne de res, pero lo traían en una sopera y la camarera llenaba ceremoniosamente los platos con el cucharón reluciente. Poco después cruzamos la frontera y no hubo problema. Más adelante, me detuve en un área comercial para dejar al chico que iba a Nuremberg. “Vamos a tomar un café”, le dije a la muchacha, “me está dando sueño”.
El café, por cierto, me costó más que toda la comida en Alemania oriental. En eso empezó a llover de nuevo y cuando volvimos a la gasolinera encontramos al muchacho que se había puesto un impermeable y nos hizo señas. Me pidió que mejor lo llevara a Francfurt.

“En la Feria hay mucha gente de Nuremberg”, me dijo, “y en el estacionamiento puedo ver las placas y seguro conseguiré un aventón”. Se instaló de nuevo en el asiento trasero.
Poco después salimos de la lluvia a una región donde la luz iluminaba las praderas mojadas, y en el horizonte empezaron a brotar los rascacielos de Francfurt. “Esto hay que filmarlo”, dijo el chico que había tomado fotos durante todo el viaje y de repente sacó una oscura cámara de su mochila y se puso a filmar los edificios que brotaban a lo lejos bajo la luz plateada. En las mochilas llevaba no sé cuantos aparatos. Me detuve luego en una gasolinera para dejar a la muchacha y poco después dejé el auto en el estacionamiento de la Feria y me despedí del chico. No me costó mucho trabajo encontrar a Skármeta y al rato ya estábamos tomando champagne. Me dijo que en noviembre iba a cumplir años y me invitó a celebrar. Después nos despedimos y yo tuve que manejar a Darmstadt, donde me alojé en la casa de Opazo, un chileno que conocí cuando aprendíamos alemán en los Alpes bávaros y que luego del golpe de Pinochet logró emigrar con su mujer y sus tres hijos y enseñaba español en la Technische Hochschule.




Publicado en Diario de Xalapa, martes 13 de abril de 2009.

viernes, 1 de octubre de 2010

España (1989)

En 1989 fui a un congreso en Barcelona y luego me quedé un mes en Madrid para investigar, sobre todo en la Filmoteca, donde pude ver una copia de la película de François Bourgois sobre Colón y Alba de América. Yo tenía el proyecto de escribir un artículo sobre “Colón en la pantalla” y, de ser posible, armar un documental con segmentos de las películas para el V centenario del desembarco de los europeos en esta parte del planeta. En Madrid logré alojarme en la antigua Residencia de estudiantes donde se conocieron Buñuel, García Lorca y Salvador Dalí, que ya se había convertido en una residencia del Consejo Superior de Investigaciones Científicas, que es el organismo español equivalente al CONACYT.

La residencia se encuentra en un recinto arbolado con otros edificios del mismo organismo y, aunque oficialmente se encuentra en la calle Pinar 21, hay otra salida a la calle Serrano cerca de un VIPS, donde se lucen las chicas guapas. Me quedé ahí un mes y pagué mil dólares por una habitación con baño y la pensión completa, pero luego me han dicho que la tarifa ha subido mucho y que ya es una residencia de lujo para investigadores destacados. En el comedor ya entonces nos servían camareras uniformadas y además de innumerables científicos extranjeros se alojaban ahí algunos jóvenes becados por el ayuntamiento. También encontré a varios hispanistas que había visto en Barcelona y a un viejo arquitecto español que había vivido décadas en México, donde tenía hijos y nietos. Se trata, en fin, de un lugar muy agradable y me parece que algo así hace falta en México. Es una lástima que no se estableciera en los edificios que ahora ocupa la Casa de la Cultura Reyes Heroles o en algún otro sitio parecido.

Yo le escribí a varios funcionarios e incluso mandé una carta a La Jornada que luego se recogió con otras propuestas parecidas, pero hasta el momento no ha tenido resultado, qué se le va hacer. La Filmoteca está muy alejada, pero por suerte yo tenía un automóvil que me habían prestado los padres de Catherine. Y así pude ver en la filmoteca las películas mencionadas y analizarlas tranquilamente con ayuda de una moviola. Además, logré que me dieran copias en formato Beta, pues yo quería seleccionar los segmentos que luego habría que montar. Y esperaba conseguir copias de otras películas y series de televisión. Desafortunadamente, no conseguí el apoyo necesario; el Dr. Yacamán me dijo que recurriera a IMCINE o a Televisa, pues “el CONACYT no apoya películas”.

En vano le traté de explicar que lo original de mi proyecto es que no sólo quería escribir un artículo como resultado, sino hacer un documental, pero volvamos mejor a mi viaje a España. En realidad, yo había volado a París y de ahí viajé luego en tren a un pueblo cerca de Lourdes, que se llama Argeles-Gazost, para recoger el DAF, en que luego fui a Barcelona.
Los organizadores del congreso habían hecho arreglos para que los participantes que no querían pagar un hotel costoso se pudieran alojar en un Colegio mayor que en esos meses se encontraba desocupado.
Y allí se alojaban en realidad la mayoría de los congresistas, incluyendo a muchos colegas de los Estados Unidos. El agua de Barcelona no se puede beber por algún motivo y había que comprar botellas. Hacía mucho calor, pero el metro tiene aire acondicionado y por eso nadie se quería bajar al llegar a la estación cercana a la universidad, donde se celebraba el congreso.

Yo leí una ponencia sobre “Borges y Lovecraft”, que luego se publicó en las actas y en la revista española La balsa de la medusa, que también publicó mi artículo sobre “Sábato y Lovecraft”, que Espinasa ya me publicado en La orquesta y además se reprodujo en el suplemento de El Nacional.
Terminado el congreso, viajé a Madrid en el DAF vía Valencia. El día que iba a volver a Francia, el DAF no arrancó y tuve que llamar al seguro, que lo mandó a un taller, donde no lo pudieron arreglar, y finalmente me dijeron que lo mejor era enviarlo por tren a Argeles-Gazost y darme un boleto para que yo volara a Burdeos, donde un taxi me esperaba para llevarme a la casa de los padres de Catherine, que estaba como a 200 kilómetros. Todo eso por cuenta del seguro, imagínense.
Posteriormente, se aclaró que lo único que se necesitaba eran bujías, pero en Madrid no tenían las que requería el DAF, aunque en El corte inglés tenían casi todas.

El viaje por lo demás resultó fructífero, pues en la gare me compré una revista donde leí una entrevista de Milos Forman sobre su adaptación de Les liaisons dangereuses y así empecé a reunir textos acerca de las películas que se habían hecho sobre esa novela epistolar. Más tarde los traduje, y Espinasa me publicó el dossier en Nitrato de plata, una revista sobre cine. Además, en París, compré un ejemplar de Le médianoche amoureux, un libro de cuentos de Michel Tournier, de los que traduje luego unos diez.
Mis traducciones se publicaron en Casa del tiempo y La jornada semanal, gracias a Espinasa, así como en Plural y la revista de la UNAM, entre otras.
Por cierto, el artículo que escribí sobre “Colón en la pantalla” también me lo publicó Espinasa en Tierra adentro y una colega italiana que conocí en Barcelona se encargó de que se publicara en unos Quaderni di Filologia e Lingue Romanze de la universidad de Macerata y mi nota sobre “El impermeable de Colón” apareció en inglés en la revista Voices of Mexico.


Publicado en Diario de Xalapa, 23 de septiembre 2010.

lunes, 13 de septiembre de 2010

Houston (1991)


Me parece que fue en agosto de 1991 cuando fui a Houston con Catherine y nuestra hija, Flora, que entonces tenía diez años. Manejamos todo el día por la carretera costera, que entre Tuxpan y Tampico era un desastre, por lo que esa noche no llegamos a la frontera y decidimos quedarnos en Soto la marina. Llegamos a un hotel que nos pareció agradable y donde se alojó también otra pareja que iba en un Mustang con su hija, una niña enorme. En la recepción, nos enteramos de que cobraban por persona y no por habitación, pero los niños menores de 9 años no pagaban.

El señor que conducía un Mustang con placas de Monterrey le aseguró al incrédulo empleado que su hija tenía 8 años. Después de eso, ni siquiera nos preguntó por la edad de Flora, que ya tenía diez años, pero parecía mucho menor que la otra chica.
Ya en nuestra habitación le conté a Catherine algunos chistes que había escuchado de niño sobre la tacañería de los regiomontanos.
Y al día siguiente nos levantamos a las seis cuando todavía estaba oscuro y encontramos que nuestro vochito estaba cubierto por cientos de sapitos grises como de un centímetro de largo. No sé si eran ranitas o sapitos, pero Flora decidió que eran “sapitos”. Poco a poco se fueron bajando del vehículo a medida que avanzábamos hacia la carretera federal, pero hubo una ranita, perdón un sapito, que se quedó sobre el cofre, precisamente sobre el surtidor del limpiaparabrisas, hasta que llegamos al entronque. Antes de eso oímos un ruido extraño y luego nos dimos cuenta que habíamos masacrado a unos cangrejos que cruzaban la carretera. Era un verdadero río de crustáceos y años después vimos en la prensa que en Alemania habían hecho un túnel bajo la carretera para solucionar un problema parecido.

De la cola para cruzar la frontera y otros trámites mejor no digo nada. Pasamos a Corpus Christi y luego cruzamos por un bellísimo puente de hierro en Port Lavaca. Hicimos escala en algún motel de los que se encuentran a orillas de la carretera. Para almorzar nos detuvimos en un restaurante, donde Flora hizo un descubrimiento que la llevó a considerar a Texas como uno de los países más civilizados del planeta. Si en esos años se hubiera implementado un programa contra la obesidad, Flora hubiera dado el ejemplo, pues a la hora de comer aprovechaba la menor distracción de sus padres para sacarse la comida de la boca y arrojarla en algún rincón detrás de algún sofá, la tele o el piano. La muchacha era que luego encontraba sus famosas albóndigas. Cuando comíamos en algún restaurante y le servían su plato, preguntaba muy preocupada “¿Tengo que comerme todo eso?”.

En Texas descubrió que en los restaurantes había “porción infantil”; no era un menú especial, sino lo mismo que comían los adultos, pero menos, y eso le pareció muy tranquilizante. Además, el encuentro en Soto la Marina le dio argumentos. ¿Quieren que me ponga como la niña de Soto la Marina?, nos preguntaba cuando se le pedía que comiera bien. “Esa niña seguro se comía todo lo que le daban… y ya ven”.

En fin, llegamos a Houston y en la famosa Galería yo busqué un saco de lino azul marino y acabé comprándome uno de seda cruda, que usé un buen tiempo. A Flora le compramos primero una mochila verde y luego un sombrero rosado y unas bermudas color frambuesa con las que se veía muy linda, y Catherine también pudo renovar su vestuarios. Además, pudimos comprobar el efecto erótico del acento francés para los hombres de habla inglesa, pues los vendedores – la mayoría muy jóvenes – al oírla quedaban embelesados. Ella había aprendido inglés en Manchester, durante un año después del bachillerato, así que habla “inglés”, no americano, y eso con el acento francés resultaba muy especial.


El regreso lo hicimos rápidamente, pues no perdimos tiempo en la frontera. Tengo imágenes de los matorrales tamaulipecos y la carretera, donde los pájaros bebían el agua de los baches y alzaban el vuelo al acercarnos. Había llovido y no hacía calor.
Paramos un rato en Tecolutla, porque Catherine y Flora querían ir a la playa y nadar, y luego volvimos a Xalapa.



Publicado en Diario de Xalapa, 17 de agosto 2010.

domingo, 12 de septiembre de 2010

California 1992

En 1992 volé a Los Angeles para participar en un congreso en Irvine donde leí una ponencia sobre la película El Dorado de Carlos Saura (acerca de Lope de Aguirre) que luego se publicó en las actas y se encuentra en la red. Además co-presidí con Seymour Menton un encuentro de investigadores sobre la nueva novela histórica.

Por lo general, en los congresos de la Asociación Internacional de Hispanistas se leían más de cuatrocientas ponencias y actualmente ya son cerca de setecientas distribuidas en más de cien sesiones, pero sólo hay unos cinco encuentros de investigadores sobre temas de especial relevancia.
En ese caso, el principal organizador del congreso era Seymour Menton, y él me invitó a que co-presidiera el encuentro sobre la nueva novela histórica por los artículos que había yo publicado en 1983, 1985 y 1988.
Me fui una semana antes del congreso para echarle un ojo a Los Angeles y hacer algunas gestiones en la U.C.L.A., donde había tratado de conseguir empleo. Me alojé en la Guest House, donde pagaba unos cien dólares diarios por una habitación y el desayuno.
El campus me recordó a Toulouse por sus edificios de ladrillo de estilo neo-románico y para como colmo el carillón toca la melodía de Casablanca (As time goes by).
Aproveché la oportunidad para conocer el Museo del condado que está junto al parque La Brea, un yacimiento de chapopote donde se encontraron los restos de un mamut y otros fósiles de animales prehistóricos. También visité los estudios Universal y el Queen Mary, convertido en un museo.
Poco antes de mi viaje, me encontré a Rodríguez Revoredo, un jalapeño que estudió en Stanford y me recomendó que rentara un automóvil y recorriera la carretera National 1 que corre junto a la costa entre Los Angeles y San Francisco.
El viernes por la tarde me decidí finalmente a seguir su consejo y acudí a una agencia, donde no tenían ningún convertible y renté un Chevrolet cavalier. Me fui a Santa Bárbara, donde esa noche pernocté, después de cenar en un restaurant que parecía el escenario de una película de cowboys.
Al día siguiente seguí hacia San Luis Obispo, donde la carretera se separa de la autopista 101 y se vuelve a reunir luego como un freeway que atraviesa Morro Bay.
Me detuve ahí a comer en una especie de palafito, el embarcadero de los pescadores locales, transformado en un restaurante que conservaba el letrero de la American Fish Company.
Después de echarle un vistazo a la carta, me decidí por una especie de lenguado (halibut) y luego le pedí a la chica que me atendió que me tomara una foto, y yo mismo tomé otras del lugar. Después seguí ya por la carretera hacia Big Sur que es un sitio impresionante y en algún momento crucé el puente de concreto reforzado sobre el Bixby que tiene 98 m de largo y es uno de los hitos de ese tramo de la carretera que se construyó entre 1919 y 1937.

Después me detuve en algún lugar para llamar a Francia, pues Catherine y Flora se habían ido a pasar las vacaciones allá y ese día era el cumpleaños de mi hija.
Finalmente, llegué a Monterrey y empecé a buscar un hotel, pero todos los que veía ostentaban letreros de que no tenían sitio. Aunque ya estaba cansado, decidí seguir a Salinas, atravesando campos de espinacas. (Se trata de la capital de esos vegetales y hay una estatua de Popeye, que nunca vi). Pero ahí también los hoteles estaban ocupados.

Me detuve a tanquear en una gasolinera, donde me enteré de que al día siguiente había carreras de automóviles, por lo que había ido mucha gente de San Francisco. Tuve que estacionarme en la gasolinera para dormir un poco, aunque había demasiada luz, Al día siguiente me lavé en un restaurante adjunto donde también desayuné. Como no conocía Santa Cruz, aproveché la oportunidad para ver el campus y los sequoyas,de que me había hablado Marisa Moolick.
Después, manejé de regreso hacia Los Angeles y esta vez pude ver la costa de Malibú y seguí hasta el aeropuerto John Wayne, donde devolví el Chevrolet cavalier y tomé un taxi al campus de Irvine.

El congreso me permitió conocer al profesor Avalle Arce, que además de sus méritos académicos era muy simpático y tomaba garrafones de vino blanco, y a Paz Gago, el primer lector gallego, que enseñaba esta lengua y había estado algunos años en Africa. Hubo una excursión a Santa Bárbara y varios cocteles en los que hablé con varios colegas, pero de todo eso lo mejor fue el paseo a lo largo de la costa de California. Manejar un automóvil por esa carretera es toda una experiencia y uno tiene la impresión de ir inventando el mundo en cada momento.



Publicado en Diario de Xalapa, 11 de octubre 2010.

sábado, 11 de septiembre de 2010

Londres 1995


Al inscribirme al congreso de hispanistas,  que en 1995 se celebró en Birmingham, le pregunté a las chicas que colaboraban en la organización si no sabían de alguna residencia para estudiantes donde me pudiera alojar en Londres,  pues quería aprovechar mi viaje para investigar en la biblioteca del British Film Institute; ellas me dieron las coordenadas de una de las residencias de la London University College en Camden Road y,  de paso, me preguntaron si no me interesaría co-presidir una reunión de investigadores sobre cine que por primera vez se iba a celebrar  en estos congresos.

Acepté de inmediato  y me puse a preparar mi conferencia en la que resumía los estudios sobre cine y literatura e instaba a los colegas a ampliarlos y continuarlos.

En estos congresos se leen más de cuatrocientos ponencias en más de un centenar de sesiones, pero sólo se realizan unos cinco “encuentros de investigadores” sobre temas de especial interés, y como en el congreso anterior yo había co-presidido con Seymour Menton

el encuentro sobre novela histórica, algunos colegas se sorprendieron porque de nuevo yo presidiera una de esas reuniones.

“Se ve que tienes muy buenas relaciones con la Junta directiva”, me decían.

“Lo que pasa es que hago investigación de punta”, contestaba. 

Sin embargo, todo se debió a las chicas que colaboraban en la organización y sobre todo a una lectora catalana.
En fin, el 13 de agosto volé a Londres, donde me alojé en la residencia mencionada, que resultó bastante agradable, pues desde mi habitación podía ver un árbol y los edificios cercanos. Además, no estaba mal situada, pues enfrente tomaba un autobús que me dejaba cerca del British Museum.

Por cierto, frente al museo encontré, una tienda donde me compré unos suéteres shetland de cuello redondo – un verde botella y otro azul marino – que formaban parte de mi atuendo en esos años.

Aproveché para investigar en  el British Film Institute, cuya biblioteca es realmente extraordinaria, aunque no ocupa mucho espacio.

El instituto ha elaborado una base de datos – unos discompactos que luego logré que comprara la Universidad Veracruzana y que costaban unas mil libras– pues basta con teclear el título de alguna película para obtener una lista de artículos, entrevistas y reseñas

relacionados con ella.

De nada serviría esa lista, si la biblioteca no tuviera la hemeroteca sobre cine más completa del planeta.

Hay que pagar, por cierto, para poder utilizar la biblioteca y en esa ocasión adquirí un pase anual, que pude usar el año siguiente, pues aún no vencía.

Un pase diario me hubiera resultado más costoso.
Total,  me la pasé buscando y fotocopiando artículos sobre películas basadas en novelas y cuentos de autores latinoamericanos de paso leí otras obras, como una Historia de la televisión de la que obtuve datos para la ponencia sobre “Borges y la tele” que leí en Gotemburgo en el 2000.
Desde luego, también aproveché mi estancia para visitar el Southbank – la margen derecha del Támesis,  donde se encuentra el Museum of the Moving Image,  recorrer esa parte de la ciudad, donde se construyó luego la famosa rueda de la fortuna, ver desde ese lado del río la abadía de Westminster, ir a Soho para comer pato laqueado a la cantonesa, y visitar la National Art Gallery y el museo del transporte en Covent Garden.

Después, me fui a Birmingham, donde volví a ver a varios colegas que conocí en otros congresos, como José María Paz Gago, que había viajado en su auto a bordo de un ferry desde La Coruña y después del congreso tenía que volver a Southhampton, y el profesor Avalle Arce, con quien Alberto Rodríguez y yo rematamos una garrafa de Zinfandel que al parecer llevaba desde California. Durante el congreso hablé con Josefina Ludmer que había dado una plenaria y una colega francesa, Marie Miranda, que años después me invitó a enseñar en Nancy como “professeur asocié”. También recuerdo a una colega muy inteligente, Sol Miguel Prendes, pues me  llamó la atención que se llamara como una de las hijas del Cid.

--En realidad me llamo “Soledad”, me dijo, pero me quito la “edad”.

Después del congreso, volví a Londres, pero esta vez también se alojaron en la misma residencia varios colegas, entre ellos Margarita Peña, Paz Gago y Marina Fierro, que hizo la edición del Informe sobre ciegos, de Sábato, para Muchnick y a quien recuerdo que acompañamos a tomar el tren a París. 

Publicado en el Diario de Xalapa el 6 de agosto de 2012 




viernes, 10 de septiembre de 2010

Gotemburgo y Salamanca (2000)

En el 2000, organicé una sesión sobre las biografías de Borges para el XXXIII congreso del Instituto Internacional de Literatura Iberoamericana celebrado en la Universidad de Salamanca del 26 al 30 de junio, y además preparé una ponencia sobre “Borges: el Aleph y la televisión” para un congreso del CELCIRP (Centre de Recherches sur les Littératures et Civilisations du Rio de la Plata) que se realizó en la Universidad de Gotenburgo, Suecia, del 20 al 22 de junio. Debido a eso volé a París, donde me alojé una vez más en la Maison des étudiants suedois, en la Cité universitaire, y el 18 tomé un tren en la gare du Nord a Colonia, donde transbordé a otro hacia Kiel. Ahí alquilé un camarote para viajar en el ferry a Gotenburgo por unos cien dólares. Zarpamos a eso de las ocho de la noche y llegamos unas doce horas después. El ferry tenía un restaurante de autoservicio y aproveché para cenar bien, pues ese día no había comido gran cosa. Llegamos a Gotemburgo y después de registrarme en una especie de pensión, salí a dar una vuelta. Una chica sueca me había dicho que en esos días hacía calor y ahí me tienen tiritando en las calles con mi saco de lino. Me acerqué a varios restaurantes, pero sólo tenían smogasbrod (sandwiches con mayonesa y salmón ahumado, pepinillos curtidos, etc), nada caliente. Por suerte, luego vi un pizarrón en la puerta de un restaurante en el que aparecía escrita la palabra FISKSUPPE (sopa de pescado). La sopa tenía pescado, bacalao, diría yo, papas y un camarón de buen tamaño, todo condimentado con albahaca y otras especies, y además le habían puesto leche y unas gotas de aceite de oliva. Al día siguiente acudí a la universidad para inscribirme y luego hice una excursión a unas islas con otros congresistas, una chica y una señora de Salta, otra colega bonaerense que se alojaba en la misma pensión que yo y una pareja de españoles, que no iban al congreso. Las salteñas me dijeron, por cierto,  que eran fanáticas de “El chavo del ocho”, que les parecía un excelente programa, vaya.En cierto momento nos dimos cuenta que procedíamos de lugares tan alejados como Salta y Buenos Aires, Málaga y Xalapa, y todos hablábamos español.
Al día  siguiente leí mi ponencia y aproveché un rato libre para visitar un museo donde me encontré a Ilse Logie, una colega belga muy linda. El tercer día ya no me quedé a la recepción porque tuve que tomar un tren a Hamburgo, en el que recorrí la costa sueca hasta el estrecho que separa ese país de Zelandia, la isla donde se encuentra Copenhague.
Llegué a Hamburgo y ahí tuve que tomar el tren a París, adonde llegué muy temprano. Me quedé un día en París y luego tomé el tren a Salamanca. En Gotemburgo, había comprado unos tubos de caviar Kalles, parecidos a los que usan para el dentífrico y pomadas, pero que contiene una especie de caviar hecho a base de huevos de bacalao, en vez de esturión o salmón, y otros ingredientes como puré de papas, salsa de tomate, cebollas y frecuentemente anís y cebollinas. Se  basa en una receta muy antigua  y desde 1954 se vende en tubos, cuyo diseño no ha cambiado y que conservan la imagen de un chico rubio sonriente.
Como el viaje a Salamanca lo hice de día, me llevé un tubo en la mochila, una caja de las galletas de centeno en que por lo general lo ponen los suecos y desde luego una pequeña botella de vino blanco de las que tienen tapón de rosca, con lo cual pude disfrutar de esta sensacional comida de astronauta mientras el paisaje francés se deslizaba por las amplias ventanas del TGV.
En Salamanca, recuerdo que mi sesión se celebró el primer día del congreso y al llegar al edificio pasé por un café donde conversaba Verónica Cortínez con un grupo de chilenos y en otra mesa, Samperio con no sé quién, así que los recluté. Se hallaban muy tranquilos y yo creo que ni siquiera habían visto el programa, pero aceptaron mi invitación y me acompañaron. La sesión titulada “Reinventando a Borges” tuvo mucho éxito debido a la participación de Donald Yates, Linda Maier y Edna Aizenberg, todos borgistas consumados. Posteriormente, me volví a encontrar a Samperio y recuerdo que fuimos a una café de la plaza de Salamanca con Pedro Angel Palau y JorgeVolpi. También recuerdo una velada con el profesor Gutiérrez Girardot, que mencionó que el secretario de la Academia Sueca que le dio el Novel a Octavio Paz era también su traductor y le convenía por eso que se vendiera más en sueco, entre otros chismes por el estilo. Me dio mucho gusto volver a ver a Concha Reverte y a Carmen Ruiz Barrionuevo, que hizo un trabajo espléndido como organizadora. Finalmente regresé a París en un tren donde  también viajaba Fernando Moreno y otros colegas de Poitiers. Por cierto, mi participación en congresos me había permitido mantenerme en el Sistema Nacional de Investigadores desde 1985 y en el 2000 logré que me ascendieran al nivel II.

Publicado en Diario de Xalapa, 10 mayo 2011

Nueva York 2001


     Maria Kodama me dijo que ella le había hecho ver a Borges el “doble juego” de Bioy Casares que a él le decía que Cortázar era un idiota porque apoyaba a los cubanos y luego se encontraba con el cronopio y se ponía a tomarle fotos entusiasmado; yo pensé luego que tal vez no era hipocresía y que Bioy al encontrarse con su compatriota olvidó  simplemente sus diferencias políticas.

     El caso es que yo tenía que leer mi ponencia sobre las Cartas a Porrua, y ella decidió escucharla, y me pareció ligeramente sorprendida por la importancia que Cortázar le daba a todos los detalles relacionados con la publicación de sus obras, al grado que mandó una maqueta de Rayuela con instrucciones precisas sobre la portada y contraportada; además, leía con atención las reseñas… Y en fin no era un escritor despreocupado a quien no le interesara todo eso.

    Todo eso ocurrió durante un congreso de la Asociación Internacional de Hispanistas que se celebró cerca de Times Square en la City University of New York en julio 2001.
     También recuerdo una conversación con Alfonso González que enseñaba en la Cal State University en Los Ángeles y había sido presidente de una importante asociación que tiene miles de afiliados y publica la revista Hispania.

      Me contó que de joven trabajaba como botones en un hotel de Guadalajara cuando un huésped le pidió que lo llevara a ver a los artesanos que hacen mosaicos, pues se estaba construyendo una casa, y más tarde lo ayudó a emigrar a los Estados Unidos, donde estuvo en el ejército y consiguió después una beca.
        Después del congreso, tenía que ir a la boda de una de sus hijas,  y en fin lo recuerdo con afecto por esa conversación.
       Más tarde me enteré de que tradujo Noticias al imperio al inglés.
        De las ponencias que escuché, recuerdo sobre todo la de Lucia Melgar sobre Elena Garro, que me resulto deslumbrante y divertida. Yo no sabía nada de los enredos amorosos de Octavio Paz y lo veía como un personaje oficial, frio y distante.
         Más tarde me ocupé de las memorias de su hija y también del libro de Elena Garro sobre su viaje a España durante la Guerra civil, y en Guadalajara presenté el libro de Lafaye acerca del poeta.
         En algún momento, declaré que pensaba aprovechar la oportunidad para echarle un ojo al MOMA (Museum of Modern Art), y  una colega belga me dijo “Yo también quiero ir”, y nos fuimos juntos y después cenamos en el Village.

Publicado en el Diario de Xalapa, 9 de marzo 2020




    
     
    
     

jueves, 9 de septiembre de 2010

California 2003


                              
Por tren en California                                                                            
A principios del 2003 tuve que viajar a California para presentar mi libro Ficción- historia, publicado por la UNAM, en tres campi de la Universidad de California --Santa Cruz, Santa Bárbara y San Diego--, así como en Scripps College.

En San Francisco me quise alojar en el Holiday Inn del Barrio chino, como había hecho en diciembre del 91, pero me dijeron que el hotel estaba lleno ese día, lo que me sorprendió, y entonces opté por hacer una reservación en un bed and breakfast que me pareció agradable, pues las fotos me recordaron la casa de una amiga, Rosalba. 
Lo administraba una checoslovaca, que me comentó que tenía un novio mexicano. En fin, me instalé ahí y en seguida me lancé a Ghirardelly Square y de ahí en el tranvía bajé al arsenal para echarle un vistazo a esa parte de la ciudad.  Aproveché la oportunidad para comprar algunos regalos para mi mujer y mi hija.

De vuelta en Ghirardelly me encontré una multitud que se alineaba a ambos lados de las calles y les pregunté qué esperaban. 
Me dijeron que el tradicional desfile del Año nuevo chino, y entonces comprendí por qué no había sitio en el Holiday Inn.

El desfile es realmente sensacional, pero empezó a llover y hubo algunas rachas de viento; en la parada del tranvía vi algunos paraguas tirados que un vendaval había dejado inservibles.
De vuelta en la posada, me pareció que yo era el único huésped, por el silencio, pero a la mañana siguiente cuando subí al comedor a desayunar me fui dando cuenta de que en realidad había más de diez personas en la casa, pero nada estrepitosas.

Me acordé entonces de mi mujer que cada vez que de noche bajo las escaleras con pies de plomo, cree oír un regimiento. Problemas culturales, en fin.

Me fui a Santa Cruz en autobús y ahí me alojé en un hotel donde Norma Klahn me había reservado una habitación. Aproveché la tarde para ver el pueblo. Al día siguiente Norma vino a buscarme y me llevó a la universidad para que diera mi conferencia. Después, ella y su esposo me llevaron a pasear por Santa Cruz y desde el muelle pude ver una montaña rusa de madera que se conserva junto a la playa;  por la noche hubo una reunión en su casa, a la que asistió un colega, que luego me proporcionó su Informe sobre Sábato.
Según me dijo, él era estudiante en una universidad de los Estados Unidos, cuando Alicia Monguió organizó un coloquio sobre el escritor argentino. Donald Shaw que participó me escribió, por cierto, que había hecho algunas fotocopias de mi artículo sobre “Sábato y Lovecraf” y lo invitó.

 Por lo general, en esos casos se designa a un estudiante para que acompañe y atienda al invitado, y esa designación recayó en este colega, debido a que por alguna razón no se consideró conveniente mandar a una estudiante.

Mientras recorrían Manhattan,  Sábato recordaba los sitios donde habían vivido algunas mujeres que conoció, y le suministró al joven todo tipo de datos sobre sus peculiaridades anatómicas y sexuales. En fin, el viejo no paraba de hablar de sus proezas, y el pobre chico acabó mareado, por no decir más.

Al día siguiente tomé un autobús a otro sitio cuyo nombre he olvidado y desde donde me trasladé a Santa Bárbara en tren. 

En 1992 había recorrido California en un automóvil alquilado que me permitió apreciar el paisaje de la costa del Pacífico entre Santa Cruz y Los Angeles, y en esta ocasión opté por viajar en tren.

Hay, por cierto, algunos vagones con ventanales y los asientos orientados hacia los lados para ver el paisaje.

En Santa Bárbara, adonde llegué de noche, me encontré con que Sara Poot no me había ido a esperar a la estación, pues seguro tenía otras cosas que hacer. Llovía y hacía frío.


Después de esperar un buen rato, decidí llamar a Giorgio Perisinotto, a quien había conocido cuando estudiaba yo en el Colmex y que intervino para que me invitaran. Me contestó su esposa, Gloria, y me dijo que en seguida iría por mí.
Me llevó a su casa, me ofreció vino y una sopa ;  luego llamó a Sarita, que pasó por mí para llevarme a mi alojamiento. Me explicó que para pagarme un poco más y no gastar en hotel, le había pedido a una joven que me dejara su apartamento.

Al día siguiente di mi conferencia y esa noche cenamos en casa de Giorgio, que invitó a

Suzanne Jill Levine y desde luego a Sara. Al día siguiente me  fui en tren  a Los Angeles, donde me alojé en la Guest house de la UCLA y esa noche cené con una colega.

Desde ahí me trasladé  luego a Pomona para presentar mi libro en el Scripps College, invitado por Marina Pérez de Mendiola, una ex alumna de Jacques Lafaye, cuyo esposo laosiano enseña en la Universidad del Sur de California. Tiene una hija muy talentosa y debido a eso hablamos sobre todo de niños y educación, mientras almorzamos cerca del campus.

Regresé a dormir en la UCLA Guest House y al día siguiente tomé el tren a San Diego, donde presenté mi libro en el campus de La Jolla Después de la conferencia, recuerdo que tomé un café con Jaime Concha y Max Parra.

De vuelta en Los Angeles y antes de regresar a México, visité el Museo Getty, a donde fui caminando, aunque no está muy cerca del campus. Para regresar, le pedí aventón a unos chicos.

Publicado en Diario de Xalapa, 1° de marzo 2012




miércoles, 8 de septiembre de 2010

El Paso, Texas 1961


Cuando estaba en la Prepa, aproveché unas vacaciones para visitar a mi padre, que vivía entonces en Ciudad Juárez con su tercera esposa, unos diecisiete años menor que él, y sus tres hijas, Julia, Raquel y Margie. Inmediatamente me tramitó una tarjeta para que pudiera yo cruzar la frontera y visitar El Paso, pues desde Juárez se veían unas montañas y un funicular, y yo quería ir a verlas. Además, había un tranvía que cruzaba la frontera, y yo al principio me tenía que bajar antes de que pasara el puente. 

Cuando finalmente pude visitar el país vecino me di cuenta de que había una high school imponente. 
En algún lugar del edificio me detuve a ver un muro con los nombres de los alumnos o ex alumnos que habían caído en la primera y la segunda guerras mundiales. Me dirigí a la administración para preguntar si podía visitar la escuela y me asignaron como guía a un muchacho originario de Cuba, Sergio Einstein.

Einstein me contó que sus padres eran judíos y habían emigrado de Rusia hacia Polonia, huyendo del comunismo, pero luego tuvieron que refugiarse en Cuba, huyendo de los rusos, y finalmente se trasladaron a Tejas, cuando Castro tomó el poder en la isla. “Ahora falta que la revolución estalle en Gringolandia”, le escribí a Memo, uno de mis amigos. Einstein me mostró los laboratorios y todo el edificio. Nos asomamos a un salón donde un profesor impartía su clase y recuerdo que en el pizarrón había escrito tres nombres: Bakunin, Tchernichewsky, Tkashev. 
Me impresionó que en una high school de los Estados Unidos se hablara del anarquismo y que eso fuera parte del programa de un curso, pues en la secundaria donde yo había estudiado y en el Colegio Preparatorio nadie mencionó nunca ni a Karl Marx. 
El profesor de historia – Clark Kent -- una vez se entretuvo hablándome de un libro que había leído en esos días sobre Joel R. Poinsett, a quien su padre consideraba un bueno para nada, un verdadero haragán, y que luego se convirtió en una especie de agente de la C.I.A., que llegó a México con una misión muy clara – desmantelar el imperio de pacotilla de Agustín de Iturbide --, y la cumplió en seguida, pues se trasladó a Xalapa y “convenció” a D. Antonio López de Santa Anna de que era mejor una república y que él podría ser el presidente. 
“Qué buena idea”, me imagino que debe haber pensado Santa Anna.”Nunca se me hubiera ocurrido”. 
Del comunismo, en cambio, creo que nunca oí hablar en ningún curso y menos del anarquismo. 
La noticia de que un mexicano se hallaba de visita en la high school se difundió rápidamente y pronto me vi rodeado de muchachos que me querían saludar. 

-Tengo sangre azteca, me dijo amistosamente un chico que hubiera yo tomado por un gringo.
Todos fueron muy amables conmigo. 
También vivía en Juárez mi tío Paco Barrientos, que cuando era yo niño pasaba de vez en cuando a verme y a platicar con mi mamá.
Su esposa se llamaba Consuelo y varias veces la acompañé de compras a El Paso. 

“Estudia lo que quieras”, me dijo ella. “Incluso puedes estudiar Oceanografía, como mi sobrina, pero lo único que te pido es que no te vayas a meter a Filosofía y Letras”. 
“Esa gente no sirve para nada”, me aseguró. 

De mis hermanitas, Raquel y Julia (o Julie) viven en El Paso, y Margie, que es la que se parece más a mi padre, es fotógrafa, estudió e imparte algunos cursos en una universidad cerca de Toronto, pues se casó con un canadiense. Hace poco vi su página en la red, pero no la he podido encontrar de nuevo y no copié la foto. Por eso sólo tengo unas fotos de cuando era niña, que me regaló su mamá. 



Diario de Xalapa, domingo 2 de 2012












martes, 7 de septiembre de 2010

Vagabundo (1967)

Linda me había dicho que iba a regresar a México en su automóvil y que yo podría acompañarla, pero luego salió con que sus padres no aprobaban sus planes y que mejor iba volar; el problema es que yo sólo había comprado un boleto a Nueva York y no me quedaba suficiente dinero para el de regreso. Además, ese mismo año ya había recorrido los Estados Unidos viajando de aventones y decidí irme a Laredo en esa forma. El viernes me levanté muy temprano y me fui a la terminal de la calle 42 donde tomé un autobús a Trenton. Aproveché el trayecto para dormir un poco.
Después, caminé hasta una carretera donde comencé a pedir aventones hacia el Pennsylvania Turnpike. No recuerdo muy bien esa parte de mi viaje, pero en algún momento viajé con un hombre que me dijo que había vivido once años en Marruecos. El caso es que poco después ya estaba sobre el Pennsylvania Turnpike a bordo de un mustang con 2 muchachos de mi edad que volvían a Pittsburgh de sus vacaciones en Maryland. La carretera se mete en varios túneles y por lo general me parece que va entre bosques de pinos por un paisaje de montaña. Los chicos llevaban sándwitches y me pasaron uno, que creo es todo lo que comí ese día. Finalmente me dejaron cerca de Pittsburgh en la intersección de la autopista 44 que va hasta California y atraviesa todo el país.

Después de eso conseguí algún o algunos aventones, y al atardecer me encontré en una planicie y comenzó a llover a cántaros. Yo tenía un impermeable, pero aquello era demasiado y en eso se detuvo junto a mí un auto que no vi bien, pero era muy largo.
“Súbete”, me dijo un muchacho, y mencionó un pueblo cercano.
“Está fuera de la ruta” me dijo, “pero mañana seguro encontrarás alguien que te lleve”. Era muy joven y parecía muy alto y delgado. “Mi padre me ha prohibido dar aventones”, explicó, “pero no te puedo dejar en ese lugar”. “Te puede matar un rayo”, agregó. Me dejó en un pueblo cuyo nombre he olvidado.

Ya había cesado de llover y caminé por una calle muy larga hasta encontrar una especie de bar, donde había muchos jóvenes. Le pregunté a uno de ellos si había una gasolinera cerca, porque por lo general hay autos estacionados y quizás podría dormir en alguno. En fin, le conté que iba yo a México, que había salido de Nueva York. Me dijo que más adelante había una gasolinera. Ahí le pregunté al encargado si podía dormir en uno de los automóviles y me dijo que no había problema. Me aflojé los cordones de los zapatos y me acosté sobre el asiento trasero. Entonces alguien tocó en el vidrio de la ventana. Era el chico como el que había yo hablado. Me dijo que como era viernes sus amigos tenían el fin de semana por delante y que si quería yo me podían llevar a Indianápolis. Accedí, claro, y en Indianápolis me dejaron en otra gasolinera, donde de nuevo me acababa de recostar en el asiento trasero de un automóvil, cuando volvieron a tocar en el vidrio. Me dijeron que tenían amigos en St. Louis, Misouri, y que si quería yo me podían llevar hasta allá. Me pareció fantástico. No hablé mucho con ellos porque la verdad ya estaba cansado y creo que iba medio dormido.

Me dejaron en otra gasolinera al otro lado de St. Louis sobre la carretera 66 que va hasta Los Angeles. Ahí busqué un automóvil donde dormir, pero sólo encontré una pick up. Como ya estaba muy cansado no subí el vidrio de la ventana, y la lluvia me mojó un poco la parte inferior de mis blue jeans. Tal vez por eso me desperté muy temprano. ¡Qué buen tiempo para viajar de aventones!” (Nice day to hitchhike), me dijo el empleado como saludo. En eso llegó un sujeto más bien chaparro a bordo de un Chevrolet super Sports rojo. No tuvo reparo en informarme que iba a Austin, Texas. Yo voy a Laredo, le dije, ¿No me podría dar un aventón? “Me parece que puedo” (I guess I can), me contestó.

Y así recorrimos las 500 millas que separan St. Louis, Misouri, de Okla City y agarramos la carretera federal 35 (interstate 35) hacia el sur. En algún lugar nos detuvimos para almorzar y le pedí que me dejara pagar la cuenta del restaurant, pues realmente aquel era todo un aventón de más de mil doscientos o trecientos kilómetros. El problema es que luego no me dejó en una gasolinera, pues de repente se dio cuenta que tenía que tomar otra dirección y me dejó a la orilla de la autopista, donde nadie se iba a parar para llevarme. Tuve que esperarme hasta que amaneció y conseguí otro aventón, pero el domingo a mediodía ya estaba en Nuevo Laredo. Comí en un restaurante frente a la terminal de los Flecha roja y luego me metí en el autobús a la capital. Al día siguiente era lunes y empezaban los cursos de mi tercer semestre del doctorado en El Colegio de México.

Publicado en Diario de Xalapa