sábado, 4 de septiembre de 2010

Copenhague (1974)

Las islas afortunadas
(Auf den glücklichen Inseln)


Durante el verano de 1974, estuve unos días en Heidelberg y ahí decidí ir a Flensburg, porque un amigo me había dicho que pensaba volver a Toulouse y si quería podía viajar con él y con su hermano. Sin embargo, cuando llegué me dijo que aún no terminaba de instalar la calefacción en su casa, por lo que tenía que posponer unos días el viaje. Eberhard era ingeniero y había estado becado en Toulouse, donde lo conocí por Karin Rosemeier que me había invitado a las reuniones semanales de los alemanes que estudiaban o por alguna otra razón vivían en Toulouse, las cuales se celebraban en el primer piso del Père Léon, que era un café o bar muy concurrido; luego yo le presenté a Geneviève, una estudiante de español, que fue su novia, y creo que por eso me apreciaba y todavía me escribe a fin de año y me manda fotos en que aparece con su esposa y sus tres hijos. Trabaja en la oficina de patentes en Munich, pero vive en otra ciudad y juega tenis para relajarse. Por lo general, pasa las vacaciones en Francia, donde se compró una casa. No se casó con Geneviève, que ahora vive en París y tiene cuatro hijos. El caso es que para hacer tiempo, decidí visitar al día siguiente la casa del pintor expresionista Emil Nolde (1867-1956), cuyos cuadros de creaturas con caras verdes y pelo rojo había visto en el Museo de Heidelberg. El museo se encuentra prácticamente al otro lado de la península, pero el tiempo era espléndido y me gustó mucho ese paseo.
De cualquier modo, lo de la calefacción iba a tomarle a Eberhard varios días y pensé que lo mejor era aprovechar la oportunidad para conocer Dinamarca, por lo que preparé una mochila y al día siguiente me fui a Kiel, de donde sale un ferry directo a la isla de Zelandia donde se encuentra Copenhague.
Quienes viajaban en su automóvil pagaban lo mismo si iban solos o llevaban 2 o 3 personas a bordo. Por eso le pregunté a una pareja que me pareció amable si me podían llevar, y accedieron.
Sólo se trataba de abordar el ferry con ellos para no tener que pagar, pero me dijeron que me podían llevar hasta Copenhague, que está del otro lado de la isla.
Ya en Copenhague oí a alguien hablando en español con otras personas y era un argentino que me explicó cómo llegar al albergue donde me alojé; lo curioso es que meses después me volví a encontrar a este argentino en París y años después en México a un costado del Palacio de Bellas Artes.
Yo iba esa vez con Patricia Rodríguez, que fue gerente de Vuelta, pero entonces tenía un puesto en la Ollín Yoliztli, gracias a Fernando Lozano, que había sido su maestro en el Conservatorio, y de repente lo vi ahí, y él también me reconoció y hablamos un poco. “Nos vemos en Singapur”, le dije al despedirme. Patricia comentó que a mí siempre me pasaban cosas así, y era cierto.

Volviendo a Dinamarca, esa noche creo que fui al Tívoli y al día siguiente pensé ir a ver la famosa sirenita. Recuerdo que iba hacia el mar por una especie de parque y que al borde había una muchedumbre muy animada. Me costó bastante trabajo abrirme paso, pero al fin llegué al sitio donde se encuentra la escultura y ahí vi una joven bellísima completamente desnuda, pues sólo se cubría con alguna espuma y por un momento nuestras miradas se encontraron y ella se sobresaltó un poco al ver mis ojos asombrados. La joven se encontraba sentada sobre las mismas rocas que rodean la escultura y a su alrededor se hallaba un señora que me imagino era su madre y varios individuos con una cámara, pues luego me di cuenta de que estaban filmando el anuncio de algún jabón. En comparación con la joven, la escultura me pareció carente de esplendor. Durante los días siguientes, recorrí Copenhague y otros lugares de la isla, porque en el albergue encontré a tres chicos españoles que tenía un “2CV” y pensaban ir a Heidelberg, por lo cual les di mucha información sobre las residencia para estudiantes,donde se podían alojar porque durante las vacaciones las habitaciones se rentan a otros jóvenes como ellos. Finalmente, tuve que volver al ferry y ellos me llevaron a la salida de Copenhague, donde conseguí un “aventón” con un hombre de pelo blanco y bigote oscuro, que vestía un blazer azul marino y me dijo que había sido capitán de un barco, pero ya se había jubilado.

Prefería hablar conmigo en inglés, que dominaba debido a que se encontraba en Londres cuando los alemanes invadieron Dinamarca y se quedó ahí hasta que terminó la guerra. Me habló de los problemas de su país y me mostró en el periódico la foto de una mujer con un montón de cartas. Unos días antes ella se había quejado de que no tenía amigos y se hallaba muy sola. Su historia conmovió a los lectores del periódico que le habían escrito para animarla. “La gente está muy sola”, me dijo. “No tienen problemas económicos, pero les falta afecto, amigos o parientes. Hay muchas ancianas que van al médico, no porque estén enfermas, sino para que alguien las escuche”. El problema era que eso tenía un costo social muy elevado. También mencionó a su hija, que desde hacía varios años trabajaba para pagarle los estudios a su novio, que ya había cambiado de carrera 2 veces. “Un sinvergüenza”, concluyó, agitando el puño cerrado. Me explicó que no iba a tomar el ferry a Kiel, sino a otro pueblo que se encuentra frente a Flensburg, al otro lado del fiordo y que ahí podía tomar un barco para cruzar.
Me despedí apresuradamente, pues ahí apenas tuve tiempo de abordar una embarcación, que no transportaba automóviles, y en cuyo interior había un restaurante, donde todas las mesas ya estaban reservadas. También había una tienda duty free donde se aglomeraban los pasajeros. Un tripulante me dijo que así era siempre a esa hora, pues la embarcación sólo hacía un viaje al atardecer. Me preguntó si iba yo a Flensburg y asentí. Luego subí a la cubierta para ver el paisaje, pero hacía frío y bajé hacia el restaurante y la tienda duty free, donde finalmente me pude comprar un paquete de Gauloises sin filtro. Más tarde me encontré de nuevo al hombre con quien había yo hablado.
-¿No ibas a Flensburg?-, me dijo sorprendido.
-Sí, le contesté.
“Pues ya vamos de regreso”, repuso, “debiste bajar hace unos minutos”. Me había distraído y no le presté atención a los anuncios en danés de los altavoces, pues yo me imaginaba que al llegar todo el mundo se bajaría, pero no fue así; yo era el único pasajero que realmente quería ir a Flensburg; los demás tenían boletos de ida y vuelta. Sólo se habían metido al barco para pasear, cenar en el restaurante y proveerse de bebidas libres de impuestos, pues en Dinamarca las bebidas alcohólicas resultan carísimas. No me quedó más remedio que volver a Dinamarca y ahí tomar un autobús que rodeaba el fiordo y, claro, tardaba horas en llegar.

Publicado en Diario de Xalapa, jueves 18 de marzo de 2010.

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