martes, 7 de septiembre de 2010

Vagabundo (1967)

Linda me había dicho que iba a regresar a México en su automóvil y que yo podría acompañarla, pero luego salió con que sus padres no aprobaban sus planes y que mejor iba volar; el problema es que yo sólo había comprado un boleto a Nueva York y no me quedaba suficiente dinero para el de regreso. Además, ese mismo año ya había recorrido los Estados Unidos viajando de aventones y decidí irme a Laredo en esa forma. El viernes me levanté muy temprano y me fui a la terminal de la calle 42 donde tomé un autobús a Trenton. Aproveché el trayecto para dormir un poco.
Después, caminé hasta una carretera donde comencé a pedir aventones hacia el Pennsylvania Turnpike. No recuerdo muy bien esa parte de mi viaje, pero en algún momento viajé con un hombre que me dijo que había vivido once años en Marruecos. El caso es que poco después ya estaba sobre el Pennsylvania Turnpike a bordo de un mustang con 2 muchachos de mi edad que volvían a Pittsburgh de sus vacaciones en Maryland. La carretera se mete en varios túneles y por lo general me parece que va entre bosques de pinos por un paisaje de montaña. Los chicos llevaban sándwitches y me pasaron uno, que creo es todo lo que comí ese día. Finalmente me dejaron cerca de Pittsburgh en la intersección de la autopista 44 que va hasta California y atraviesa todo el país.

Después de eso conseguí algún o algunos aventones, y al atardecer me encontré en una planicie y comenzó a llover a cántaros. Yo tenía un impermeable, pero aquello era demasiado y en eso se detuvo junto a mí un auto que no vi bien, pero era muy largo.
“Súbete”, me dijo un muchacho, y mencionó un pueblo cercano.
“Está fuera de la ruta” me dijo, “pero mañana seguro encontrarás alguien que te lleve”. Era muy joven y parecía muy alto y delgado. “Mi padre me ha prohibido dar aventones”, explicó, “pero no te puedo dejar en ese lugar”. “Te puede matar un rayo”, agregó. Me dejó en un pueblo cuyo nombre he olvidado.

Ya había cesado de llover y caminé por una calle muy larga hasta encontrar una especie de bar, donde había muchos jóvenes. Le pregunté a uno de ellos si había una gasolinera cerca, porque por lo general hay autos estacionados y quizás podría dormir en alguno. En fin, le conté que iba yo a México, que había salido de Nueva York. Me dijo que más adelante había una gasolinera. Ahí le pregunté al encargado si podía dormir en uno de los automóviles y me dijo que no había problema. Me aflojé los cordones de los zapatos y me acosté sobre el asiento trasero. Entonces alguien tocó en el vidrio de la ventana. Era el chico como el que había yo hablado. Me dijo que como era viernes sus amigos tenían el fin de semana por delante y que si quería yo me podían llevar a Indianápolis. Accedí, claro, y en Indianápolis me dejaron en otra gasolinera, donde de nuevo me acababa de recostar en el asiento trasero de un automóvil, cuando volvieron a tocar en el vidrio. Me dijeron que tenían amigos en St. Louis, Misouri, y que si quería yo me podían llevar hasta allá. Me pareció fantástico. No hablé mucho con ellos porque la verdad ya estaba cansado y creo que iba medio dormido.

Me dejaron en otra gasolinera al otro lado de St. Louis sobre la carretera 66 que va hasta Los Angeles. Ahí busqué un automóvil donde dormir, pero sólo encontré una pick up. Como ya estaba muy cansado no subí el vidrio de la ventana, y la lluvia me mojó un poco la parte inferior de mis blue jeans. Tal vez por eso me desperté muy temprano. ¡Qué buen tiempo para viajar de aventones!” (Nice day to hitchhike), me dijo el empleado como saludo. En eso llegó un sujeto más bien chaparro a bordo de un Chevrolet super Sports rojo. No tuvo reparo en informarme que iba a Austin, Texas. Yo voy a Laredo, le dije, ¿No me podría dar un aventón? “Me parece que puedo” (I guess I can), me contestó.

Y así recorrimos las 500 millas que separan St. Louis, Misouri, de Okla City y agarramos la carretera federal 35 (interstate 35) hacia el sur. En algún lugar nos detuvimos para almorzar y le pedí que me dejara pagar la cuenta del restaurant, pues realmente aquel era todo un aventón de más de mil doscientos o trecientos kilómetros. El problema es que luego no me dejó en una gasolinera, pues de repente se dio cuenta que tenía que tomar otra dirección y me dejó a la orilla de la autopista, donde nadie se iba a parar para llevarme. Tuve que esperarme hasta que amaneció y conseguí otro aventón, pero el domingo a mediodía ya estaba en Nuevo Laredo. Comí en un restaurante frente a la terminal de los Flecha roja y luego me metí en el autobús a la capital. Al día siguiente era lunes y empezaban los cursos de mi tercer semestre del doctorado en El Colegio de México.

Publicado en Diario de Xalapa 

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