viernes, 23 de noviembre de 2007

Las promesas del alba

Romain Gary


¿Escribiste hoy?
 Desde hacía un año, yo escribía. Ya había yo borroneado con mis poemas varios cuadernos de escolar. Para darme la ilusión de que se habían publicado, los copiaba, letra por letra en caracteres de imprenta.
--Sí, comencé un gran poema filosófico sobre la reencarnación y la migración de las almas.
Ella hizo un gesto de aprobación
¿Y en el liceo?
--Me pusieron cero en matemáticas.
Mi madre se quedó pensativa.
--No te comprenden, dijo.
Yo era de la misma opinión. La obstinación con que mis profesores me ponían cero no revelaba sino la más crasa ignorancia de su parte.
--- Ya se arrepentirán, dijo mi madre. Tu nombre se grabará con letras de oro sobre los muros del liceo. Mañana voy a ir a verlos para decirles…
Yo temblaba.
---Mamá, no lo hagas. Vas a ponerme en ridículo.
---Voy a leerles tus últimos poemas. Fui una gran actriz, puedo recitar. ¡Tu serás un d’Annunzio, un Victor Hugo, el Premio Nobel!
--Mamá, no vayas a hablarles, te lo ruego.
No me escuchaba. Su mirada se perdió en el espacio y una sonrisa asomó a sus labios, a la vez ingenua y confiada, como si sus ojos, penetrando las brumas del futuro, hubieran visto de pronto a su hijo subir lentamente los escalones del Panteón, cubierto de gloria, éxito y honores.
-- Tendrás a tus pies todas las mujeres, concluyó, categórica, barriendo el cielo con su cigarrillo.
De pronto, mi madre pareció preocuparse.
--Hay que encontrarte un seudónimo, dijo con firmeza. Un gran escritor francés no puede tener un nombre ruso. Si fueras un violinista virtuoso, no estaría mal, pero un coloso de la literatura, no.
El coloso de la literatura francesa estuvo completamente de acuerdo. Desde hacía unos seis meses, yo pasaba por lo menos dos horas diarias buscándome un seudónimo y ya tenía toda una lista escrita con tinta roja y mi mejor caligrafía en un cuaderno. Ese mismo día había escrito “Hubert de la Vallée” pero media hora más tarde cedí al nostálgico encanto de “Romain de Roncevaux”. Mi verdadero nombre de pila, “Romain”, me parecía bastante apropiado. Desafortunadamente, ya había un Romain Rolland, y yo no quería compartir mi gloria con nadie. Vaya problema. Un seudónimo nunca puede expresar todo lo que uno siente. Casi llegué a la conclusión de que un seudónimo no bastaba como medio de expresión literaria y que además había que escribir libros.

--Si fueras un violinista virtuoso, te iría bien el apellido Kacew, repitió mi madre suspirando.
Lo del virtuoso violinista había sido para ella una gran decepción y yo me sentía bastante culpable. Era una equivocación del destino que mi madre no lograba entender. Porque todo de mí y buscaba un atajo maravilloso que nos llevara “a la gloria y a la adulación de las muchedumbres”

Yo me sentía muy mal por haberle fallado a mi madre debido a mi completa carencia de genio musical y hasta el día de hoy no puedo oír el nombre de Menuhin o el de Heifetz sin que me opriman el corazón los remordimientos.
Treinta años más tarde, cuando era cónsul general de Francia en Los Angeles, el destino quiso que tuviera que condecorar con la Gran Cruz de la Legión de Honor a Heifetz, que residía en mi circunscripción. Después de prender la cruz sobre el pecho del violinista y de pronunciar la fórmula consagrada: “Señor Heifetz, a nombre del Presidente de la República y en virtud de los poderes que me fueron conferidos, lo nombro Gran Cruz de la Legión de honor”, me oí decir de pronto con voz perfectamente audible:
-- No se pudo, qué quieres.
El maestro me miró ligeramente asombrado.
-- ¿Qué dice usted, señor cónsul?
Me apresuré a besarlo en ambas mejillas para completar la ceremonia.

El episodio del violín nunca se mencionó entre nosotros y se buscó otro camino hacia la fama. Tres veces por semana, yo tomaba mis pantuflas de seda y me dejaba llevar de la mano hacia el estudio de Sacha Jigloff, donde, durante dos horas, levantaba concientemente la pierna hasta la barra. Mientras mi madre, sentada en un rincón, juntaba las manos con una sonrisa maravillada y exclamaba:
--¡Nijinsky!¡ Nijinsky! ¡Serás un Nijinsky! Yo sé lo que te digo.
Ella me acompañaba luego al vestidor, donde permanecía, ojo avizor, mientras me desvestía, pues, me había explicado, Sacha era “de raras costumbres”, acusación que muy pronto resultó justificada, cuando tomaba una ducha, pues Sacha Jigloff entró de puntillas al recinto y, según creí en mi inocencia, intentó morderme, lo que me hizo pegar un aullido espantoso. Me parece ver de nuevo al infortunado Jigloff huyendo a través del gimnasio perseguido por mi madre, desencadenada, con un paraguas en la mano – y así acabó mi carrera de bailarín.
Había en Wilno otras dos escuelas de danza, pero mi madre, ya escarmentada, no se quiso arriesgar. La idea de que su hijo pudiera ser un hombre al que no le gustaran las mujeres le resultaba intolerable. No debía yo tener más de ocho años cuando empezó a contarme mis éxitos futuros, a evocar los suspiros y miradas, los recados y las promesas, la mano apretada furtivamente en una terraza iluminada por la luna, mi blanco uniforme de oficial de guardia y el vals a lo lejos, los murmullos y las súplicas. Me abrazaba contra su cuerpo, los ojos bajos, con una sonrisa un poco culpable y juvenil, concediéndome todos los homenajes y adulaciones a las que su belleza le había dado derecho en el pasado y cuyo recuerdo no había perdido por completo; yo me apoyaba descuidadamente contra ella, la escuchaba con un aire despreocupado pero con el mayor interés, lamiendo distraídamente la mermelada de mi tartina; era yo demasiado joven para entender que ella trataba de exorcizar en esa forma su propia soledad femenina, su necesidad de ternura y atenciones.
Como el violín y el ballet quedaron eliminados y mi nulidad en matemáticas me impedía llegar a ser “un nuevo Einstein”, fui yo mismo esta vez el que trató de descubrir en mí mismo algún talento oculto que le permitiera a mi madre realizar sus aspiraciones artísticas.
Desde hacía unos meses había yo tomado la costumbre de divertirme con la caja de colores que formaba parte de mis útiles escolares.
Pasaba horas pincel en mano y me embriagaba de rojo, amarillo, verde y azul. Un día – tenía yo unos diez años – mi profesor de dibujo salió al encuentro de mi madre y le comunicó su opinión: “Su hijo, señora, tiene un talento para la pintura que no hay que descuidar”.
Esta revelación tuvo en mi madre un efecto completamente inesperado. Sin duda alguna todos los prejuicios y leyendas burguesas de principios de siglo no habían dejado de afectarla, de modo que asociaba la pintura con el fracaso. Algo sabía de las carreras trágicas de Van Gogh y de Gauguin que la asustaba. Con qué expresión de temor en su rostro había entrado en mi cuarto, con que abatimiento se había sentado ante mí, y cómo me había mirado preocupada y con una súplica muda. Todas las imágenes de La Bohemia y todos los ecos de los condenados a la borrachera, la miseria y la tuberculosis desfilaban en su imaginación. Acabó resumiendo todo eso en una expresión sobrecogedora y, pensándolo bien, nada falsa.
--- Tal vez tengas genio, pero te van a matar de hambre.
No sé exactamente a quiénes se refería. Seguro ni ella lo sabía. Pero a partir de entonces casi me prohibió que tocara mi caja de colores. Incapaz de imaginarme dotado simplemente de un talento de niño, que era lo más probable, me veía como un héroe maldito. Mi caja de acuarelas adquirió entonces la tendencia a perderse y cuando la lograba encontrar y me ponía a pintar, mi madre salía de su habitación, luego entraba, royendo a mi alrededor como un animal inquieto, mirando mi pincel con una dolorosa consternación, hasta que completamente asqueado, yo dejaba mis pinturas en paz de una vez por todas.
Durante mucho tiempo tuve y aún ahora tengo la sensación de una vocación malograda.
Así es como, trabajado a pesar de todo por alguna oscura y confusa, pero imperiosa necesidad, me puse a escribir desde los doce años, bombardeando las revistas literarias con mis poemas, mis relatos y mis tragedias en cinco actos en alejandrinos.
Mi madre no tenía contra la literatura los prejuicios, casi supersticiosos, que le inspiraba la pintura; la veía al contrario con buenos ojos, como una dama recibida en las mejores casas. Goethe se había cubierto de honores, Tolstoi era conde y Víctor Hugo, presidente de la república --- no sé de dónde lo sacó, pero estaba convencida de ello…y luego su rostro se ensombreció de golpe.
---Pero vas a tener que cuidarte mucho de las enfermedades venéreas. Guy de Maupassant murió loco, Heine, paralítico…
Se veía preocupada y durante un instante fumó en silencio, sentada. La literatura también era peligrosa, no cabía duda.
---Comienza con unas ronchas, me dijo.
--- Ya sé.
---Prométeme que vas a tener cuidado.
--- Te lo juro.
Mi vida amorosa se reducía entonces a unas cuantas miradas extraviadas que yo le echaba a las faldas de Mariette, nuestra sirvienta, cuando se subía al escabel.
--- Tal vez lo mejor sea que te cases pronto con una jovencita, dijo mi madre con disgusto evidente.
Pero ambos sabíamos muy bien que eso no era lo que se esperaba de mí. Las más bellas mujeres del mundo, las grandes ballerinas, las primma donnas, las Raqueles, las Duse y las Garbo – era a lo que yo en su imaginación estaba destinado, y yo no tenía objeciones.
Si el maldito escabel fuera un poco más alto o lo que es mejor, si Mariette comprendiera que yo quería empezar cuanto antes mi carrera. ..
Así es como la música, la danza y la pintura se descartaron sucesivamente y nos resignamos a la literatura, a pesar de los peligros venéreos. Ahora ya no nos hacía falta, para empezar a realizar nuestros sueños, sino encontrar un seudónimo digno de las obras maestras que el mundo esperaba de nosotros. Yo me pasaba en mi habitación días enteros borroneando papeles con nombres fantasiosos. Mi madre les echaba de vez en cuando un vistazo para estar al corriente de mi inspiración. Nunca se nos ocurrió que hubiera sido mejor consagrar esas horas laboriosas a la elaboración de las obras en cuestión.
---¿Y entonces?
Yo tomaba la hoja de papel y le mostraba el resultado de mi trabajo literario de la jornada. Nunca me sentía satisfecho, la verdad. Ningún nombre por bello y resonante que fuera me parecía estar a la altura de lo que yo hubiera querido hacer para ella.
--Alexandre Natal, Armand de la Torre, Terral. Vasco de la Fernaye...
Y así seguía a lo largo de páginas enteras.
--- Te hace falta algo como Gabriel d’Annunzio. Hizo sufrir a la Duse espantosamente.
Y esto lo decía con un dejo de respeto y admiración. A ella le parecía completamente natural que los grandes hombres hicieran sufrir a las mujeres, y esperaba que yo también hiciera lo mejor posible al respecto. Le importaba mucho que yo tuviera éxito con las mujeres. Eso le parecía uno de los aspectos esenciales del éxito mundano. Era algo que iba con los honores oficiales, las condecoraciones, los grandes uniformes, el champagne, las recepciones en embajadas, y cuando me hablaba de Vronski y de Anna Karenina, me miraba con orgullo, acariciaba mis cabellos y suspiraba ruidosamente, con una sonrisa de ingenua anticipación. Tal vez había en el subconsciente de esta mujer, que había sido tan bella, pero que vivía sola desde hacía tiempo, la necesidad de una revancha física y sentimental que su hijo debía tomar en su lugar. En todo caso, después de pasar todo el día yendo de casa en casa con su maleta en la mano – se trataba de ir a ver a los ingleses ricos, en sus palacios, presentándose como una dama arruinada de la aristocracia rusa que se veía obligada a vender las últimas “joyas de familia” que conservaba – las joyas se las proporcionaba los propietarios de las boutiques y ella tenía un diez por ciento de comisión sobre las que lograra vender --, después de una jornada tanto más humillante y fatigosa que rara vez lograba cerrar más de un trato al mes, apenas tenía tiempo para quitarse el sombrero y su abrigo gris, encender un cigarrillo, y se iba a sentar con una sonrisa feliz frente al chiquillo de pantalones cortos, que, aplastado por el horror de no poder hacer nada por ella, pasaba el día devanándose los sesos en busca de un nombre bastante bello y resonante, bastante prometedor para que pudiera expresar todo lo que pasaba en su corazón, para que resonara alto y fuerte en los oídos de su madre, con todo el eco convincente de esa gloria futura que él se proponía poner a sus pies.
---Roland de Chantecler, Romain de Mysore.
--- Más vale que uses un nombre sin conjunciones, por si acaso hay otra revolución, decía mi madre.


Yo recitaba uno por uno toda la letanía de seudónimos sonoros y grandilocuentes, encargados de expresar todo lo que yo sentía, todo lo que yo quería ofrecerle. Ella me escuchaba con una atención ansiosa, y yo me daba cuenta de que ninguno de esos nombres le satisfacía, que ninguno era bastante bello para mí. Tal vez sólo quería darme ánimo y confianza en mi destino. Sin duda sabía cómo sufría yo por no ser sino un niño que nada podía hacer por ella, y tal vez había captado mi mirada ansiosa cuando cada mañana desde el balcón la veía con su bastón, su cigarro y la maletita llena de “joyas de familia”, y ambos nos preguntábamos si la
brocha, el reloj o la tabaquera de oro encontrarían comprador.
Roland Campeador, Alain Brisard, Hubert de Longpré, Romain Cortès.
Yo veía en sus ojos que no y me preguntaba seriamente si alguna vez lograría darle satisfacción.
Mucho más tarde, cuando por primera vez oí en la radio el nombre del general de Gaulle, en el momento de su famoso llamado, mi primera reacción fue un movimiento de rabia porque nunca se me ocurrió ese bello nombre quince años antes: Charles de Gaulle, sí que le hubiera gustado a mi madre, sobre todo si yo lo hubiera escrito con una sola “l”. La vida está empedrada de oportunidades perdidas.

(traducción de Juan José Barrientos)

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